Dos jóvenes entran en
un vagón de metro y comienzan a aterrorizar a los pasajeros. Al principio, no
deja de ser una gamberrada más o menos pesada, pero, según van pasando las
estaciones, la amenaza comienza a ser algo bastante serio. No dejan que nadie
se baje. Y comienzan a desvelarse los rencores de la gente que viaja en el
suburbano. Por supuesto, no falta el hombre de color que cree que ésta es una
nueva opresión del supremacismo blanco. Un borracho desea que, por fin, sea la
estación término. Hay gente buena. Hay gente mala. Y dominándolo todo están
esos dos jóvenes que no dudan en comenzar a utilizar la fuerza física y
acercarse más de lo debido a donde no deben para poner de manifiesto que, por
una vez, por una sola y maldita vez, ellos mandan.
Nueva York se presenta
como una ciudad fea, sucia, desechable. No hay ningún rayo de sol dentro de una
película que transcurre íntegramente dentro de ese vagón de metro. Los
perjudicados tratan de unirse, pero eso que parece tan fácil en otras historias,
aquí se antoja como algo imposible. Esos dos muchachos sólo tienen Vietnam
enfrente, un futuro desesperanzado, un camino directo al túnel más largo. Y ya
han iniciado el trayecto. Les da igual todo. Y razonar con ellos es como dar
pienso a un payaso. No se avienen a nada porque no ven más allá de la próxima
estación. Les corroe la desesperación. Les consume el conformismo. Habrá que
hacer algo, aunque sea matar a un par de viejos en un cochambroso vagón de
metro de una línea cualquiera y así, con suerte, te llevan a la cárcel y no vas
al frente. Las luces de la noche cobran aún más brillo en los túneles y las
armas salen, el odio se dispara, la tragedia se presiente y el espectador, solo
e impotente en su cómodo sofá, olvidará pronto esta historia de seres humanos
al borde del precipicio.
Esta película de escasísimo presupuesto es excelente. Empezando por el extraordinario reparto. En la piel de los dos chicos desquiciados y desnortados se hallan los debuts de Martin Sheen y de Tony Musante. Atónitos en los asientos del vagón, están nombres de auténtico prestigio como Thelma Ritter, Beau Bridges, Brock Peters, Ruby Dee, Jack Gilford, Jan Sterling y, en una de sus mejores y menos conocidas actuaciones, Gary Merrill. Todos ellos forman un interesantísimo crisol de personalidades perdidas en la gran ciudad, acosadas frente a dos niñatos que sólo quieren asistir al terror antes de que ellos mismos lo experimenten. Desde luego, las ruedas del metro no cogen bifurcaciones y desvíos así como así, y la tensión crecerá tanto que, al final, todo acabará en una trinchera de metal y vías. Y con un cierto sentimiento de culpabilidad a pesar de que no has sentido simpatía ninguna por estos dos sinvergüenzas que alteran la infelicidad de los demás para intentar sumergirlos en la desgracia. Sin saber que ellos mismos están nadando en la mugre de su propia desorientación. No juzgues nunca. Todos estamos librando nuestras propias batallas.
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