Algunos
recuerdos se niegan a marcharse por mucho que se presente el maldito Alzheimer.
Quizá se queden escondidos y agazapados, aguardando el momento oportuno para
golpear la conciencia o el sentido, pero no se van así como así. Siendo
policía, con toda seguridad, hay muchos recuerdos que desean olvidarse, pero
hay otros que no, que se empeñan en incrustarse en la memoria, como si fueran
percebes en la pared de una roca azotada por las olas. Pueden camuflarse y
pasar desapercibidos, pero siguen agarrados a las arrugas del sentimiento. Y
éste puede ser bueno o malo.
Es lo que le pasa a un
oficial ya retirado. Ha comenzado con la enfermedad, pero se ha sometido a un
proceso quirúrgico experimental que, tal vez, haga que se reactiven
determinadas conexiones neuronales. Su casa es un panel de anuncios en el que
se recuerda hasta las tareas más sencillas. Intenta seguir con su vida, armando
infinitos rompecabezas para que la mente se mantenga activa. Sin embargo,
alguien le pone sobre la pista de un antiguo caso del que, naturalmente, no
recuerda nada. Y como todo está borrado, ignora que, tal vez, se esforzó mucho
por olvidarlo.
La premisa de esta
película es atractiva, moviéndose más por los vericuetos del cine negro que por
el de acción, con mujer fatal incluida, amigos equívocos, intentos de asesinato
sorprendentes, giros inesperados. La dirección de Adam Cooper fluye con cierta
habilidad, a pesar de visitar muchos lugares comunes que no son nada nuevos
para el espectador medio avezado. No obstante, la historia no llega al aprobado
porque está mal resuelta, de forma muy torpe, sin gracia y sin demasiada
sorpresa. También es bastante posible que no se necesitara ningún recuerdo
descrito y que todo fuera un descubrimiento para el protagonista y para el
propio público. El misterio es atrayente porque hay muchas piezas sueltas que
necesitan encaje, igual que el rompecabezas interminable que está armando el
protagonista, pero el mosaico final es tosco, a pesar de que podría haber sido
aceptablemente adecuado. Russell Crowe, por supuesto, pasea su oronda figura
inspirando más pena que gloria aunque su trabajo interpretativo es bastante
creíble, sobre todo en esos momentos de laguna memorística que solventa con
eficacia con esos ojos buscadores que tratan de encontrar respuestas en algún
lugar ignoto de su figura, pero no es suficiente. Mucho misterio, alguna que
otra buena intención, final decepcionante.
Y es que en toda una existencia puede haber muchísimos instantes que desearíamos borrar por encima de todo. Es posible que no quisiéramos habernos casado con alguien, o que nos saltáramos las reglas por continuar con las habituales comodidades, o que no se tuviera demasiado interés en investigar un crimen porque era muy útil que alguien cargara con un muerto de conducta ambigua. No se sabe, pero la ambición desmedida hace que se cometan errores desmedidos. Y, en algún lugar disparado, la ira y la rabia se desbocase como un caballo salvaje incapaz de parar la marcha de sus implacables caminares. La sangre corrió en su momento. La amistad se puso en movimiento para realizar sus funciones, a menudo, equivocadas. En el fondo, todos perdieron en aquel día que nunca tuvo que ocurrir y que jamás se debió retener. El asesinato, como bien sabemos, no necesita de ningún recuerdo para causar daño y éste lo causó en todas y cada una de las personas que tuvieron algo que ver. Hasta que alguien, casi con la soga al cuello, proclama que es inocente. Entonces el destino hace que las neuronas vuelvan a funcionar y la muerte se presenta como una burla final.
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