viernes, 14 de junio de 2024

YO FUI EL DOBLE DE MONTGOMERY (1958), de John Guillermin

 

Despistar a los nazis fue uno de los juegos favoritos de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. En esta ocasión, se trataba de encontrar un tipo que fuera lo suficientemente parecido al Mayor General Montgomery para hacerles creer que estaba en un lugar cuando, en realidad, estaba preparando los planes de la invasión en otro totalmente distinto y en compañía del jefe del Estado Mayor Aliado Dwight D. Eisenhower. No es tarea fácil porque, aparte del parecido físico, hay que enseñar a actuar al doble en cuestión. Los modos, las maneras, los andares, las manías, la forma de coger el cigarrillo e, incluso, llegado el caso, la oratoria. Todo cuenta y los nazis están en todas partes. Para ello, no hay nada como asignar a la tarea a un Mayor que sabe algo de actuación. No mucho, lo justo. Y, por supuesto, hacer de niñera del elegido porque, bien se sabe, el General Montgomery no era muy partidario de salir por las noches a beberse unos tragos. Así que manos a la obra. Hay que buscar al individuo, hay que adiestrarle y hay que poner en marcha uno de los más fabulosos engaños que se pueden pergeñar en un escenario de apocalipsis.

Y el caso es que el condenado lo hace bien. Una vez superada una etapa inicial, el parecido llega a ser sorprendente. Aunque el tipo sea un poco díscolo, un poco tendente a agarrar golletes y a dejarse la boina aquí y allá, hay que reconocer que da el pego. Y los nazis tragan. Y creen que Montgomery está ocioso y dando discursos y estrechando manos y poniéndose tibio de adulaciones y esas cosas tan típicamente británicas cuando, en realidad, está trabajando en la forma de golpear lo más duramente posible a los alemanes. Son los avatares de la guerra. Se forman teatrillos en lo más serio y la faena sirve para que los boches no sepan dónde tienen la mano izquierda.

Dirigida con un saludable y tenue sentido del humor por John Guillermin, Yo fui el doble de Montgomery es una aceptable película, con su suspense, con sus idas y venidas, sin perder de vista lo pintoresco de la situación. Al lado de Clifton James incorporando al mismísimo general pareciendo que es su vivo retrato, hay que resaltar una curiosidad. Al lado de él, como instructor y oficial encargado, se halla John Mills en el papel del Mayor Harvey. Este personaje existió realmente, pero se le cambió el nombre por propia petición del auténtico Harvey. Era David Niven, por entonces Teniente Coronel del Ejército Británico y asignado a contraespionaje. John Mills, excelente como siempre, se esmera en copiar gestos y maneras del propio Niven y consigue que, de algún modo misterioso, tengamos merodeando el recuerdo del actor sin llegar nunca a localizar del todo de dónde proceden tales aires. El resultado es una película muy entretenida, que huye de tomarse demasiado en serio, pero que tampoco ridiculiza una misión tan delicada como fue tratar de pasar el río a los teutones en vísperas de la invasión. Las grandes victorias, al fin y al cabo, siempre se cimientan en pequeños detalles de ingenio vivo.

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