Esta vez sí vamos a cerrar el blog hasta el martes día catorce de abril. Tomaremos un descanso para reflexionar y despejar un poco la mente sin necesidad de acudir a la solución al siete por ciento. Ved cine, no dejéis de hacerlo. Coloca ideas, abre horizontes, permite viajar y, sin despegar los pies del suelo, también soñar. Un abrazo para todos.
No cabe duda de que el
doctor John Watson es un gran amigo. Preocupado por la salud de Sherlock Holmes
y sabedor de la enfermiza obsesión que sitúa al Profesor Moriarty en el centro
del mal de Londres y del mundo, deja un puñado de pistas falsas para que al
gran detective le entren ganas de viajar hasta Viena y entrar en la casa de un
doctor que, parece, está revolucionando el psicoanálisis. Toda la culpa la
tiene esa maldita solución al siete por ciento de cocaína que hace que el más
insigne detective de todos los tiempos sufra de alucinaciones e imagine
conspiraciones que, en realidad, son puras manifestaciones de su subconsciente.
Sin embargo, hay otro elemento que hace que, tras la dura experiencia de la
abstinencia, Holmes vuelva a tener interés en resolver otro misterio insondable
de la maldad humana.
El doctor Sigmund Freud
es un hombre inteligente que no duda en auxiliar a Holmes en sus pesquisas a
pesar de que él también tiene otro misterio que resolver en la enmarañada mente
de su paciente. De esa manera, viajamos por los bajos fondos de Viena, inmersos
en una conspiración real, basada en la increíble y magnética belleza de una
mujer admirable, con trampas a la vuelta de cada esquina, desafíos imposibles
que se resuelven con una partida de paddle
en su forma más primitiva y elegante, incursiones extrañas por encopetados
prostíbulos de recargado barroquismo, aventuras trepidantes que incluyen el
robo de una locomotora y la alocada persecución a través de caminos de
hierro…todo es poco para acabar con esa adicción maldita que asola a la mente
más brillante de nuestros tiempos. Watson es el culpable. Watson es el amigo.
Resulta atrayente que
se sitúe una investigación del gran Sherlock Holmes con la inestimable ayuda de
Sigmund Freud en la Viena de finales del siglo pasado. Ambos, en cierta manera,
son locos de teorías abrumadoramente deductivas, que buscan el encaje de los
mecanismos mentales de sus rivales, en un caso, y de su paciente y amigo por el
otro. Watson, por una vez, no es un mero comparsa sino también un hombre de
decisión firme e inteligente, que toma la iniciativa en más de una ocasión y
que hace que sea evidente que todo sea elemental, doctor Watson o, en este
caso, doctor Freud.
Con una lujosa puesta
en escena, Herbert Ross puso en pie esta adaptación de la exitosa novela de
Nicholas Meyer que contó con Nicol Williamson en la piel de Holmes, un atípico
y estupendo Robert Duvall como Watson y un acertadísimo Alan Arkin como el
genio vienés de la psiquiatría. Alrededor, y en papeles casi episódicos, colocó
a Vanessa Redgrave, Samantha Eggar y Joel Grey para que la producción tuviera
un empaque interpretativo, tal vez, algo desaprovechado, pero, sin duda,
atrayente. Y consigue que corramos al lado de Holmes, gritando por encontrar
pistas; que comprendamos la angustia de un Watson ya casado y viviendo lejos
del 221 B de Baker Street; y que compartamos la pesquisa por los resquicios de
la mente del doctor Sigmund Freud, fascinado por los mecanismos de la maldad y
las razones del trauma al igual que un investigador obsesionado por encontrar
un culpable. Quizá, sin tener demasiadas pretensiones, podamos disfrutar de
esta película echados en una tumbona y dejando que la suave brisa de un río
inunde nuestras ganas de vivir. La tranquilidad de vivir sin la solución al
siete por ciento no tiene límite. Y Holmes sabe que, de vez en cuando, hay que
tocar el violín para poner las ideas en orden.
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