El tiempo ha pasado ya
hace tiempo. Y Libby y Sarah siguen en esa preciosa casa en la costa de Maine,
donde, muchos años atrás, la familia pasaba sus alegres veranos alejados de la
ruidosa Philadelphia. Aún es hermoso mirar por la ventana y ver el mar, siempre
en calma, esperando la venida de las dos ancianas a ese lugar donde el cielo y
la tierra se unen. Y esperar…esperar a que asome alguna de las ballenas que,
por el mes de agosto, suelen acercarse a saludar a aquellos que han tenido la
paciencia de aguardarlas. Sarah aún tiene muchas ganas de vivir, de seguir
abriendo los ojos desmesuradamente, maravillándose de la belleza que significa
seguir viva un día más. Libby necesita cuidados. Y el reloj de arena se agota.
Demasiados años, demasiados días, demasiados agostos. Por allí, en un toque
especial, también aparece un aristócrata ruso que se ha afincado por la zona y
que, de vez en cuando, hace una visita a las dos ancianas. Y les enseña a
admirar la luz de la luna, que nunca se gasta, a pesar de que las arrugas
también parecen dibujarse sobre ella. Es vivir el instante. Es mirar siempre
hacia adelante por mucho atrás que haya. Sarah lo sabe. Libby ya no.
Es un último verano,
allí en Maine. Las decepciones de la vida no pueden hacer daño a quien ha
vivido tanto y ha visto de tal modo que los ojos son pura sabiduría y
tranquilidad. Y el encanto aún pervive en esas mujeres que saben que aquel
pájaro que sobrevuela la playa puede ser una de las últimas imágenes que van a
ver. Estar allí, en la costa de Maine, las retrotrae hasta la alegría de los
juegos de la infancia, hasta la coquetería de la juventud, hasta la amargura de
la madurez. Aquel cielo, aquellas aguas han sido testigos de sus ilusiones, de
sus frustraciones, de sus desconfianzas, de sus pérdidas, de sus días sin noche
y de sus noches eternas. En medio de un drama pequeño de vida muy larga, Bette
Davis, Lillian Gish y Vincent Price dan un par de lecciones sobre la
interpretación y sobre la vida. Con gestos, con silencios, con rutinas que nos
hablan de todo su pasado y del corto futuro que les espera. La dirección de
Lindsay Anderson es calmada, contemplativa, sobria, sin estridencias, dejando
que el milagro ocurra ante los ojos del espectador y de la siempre inquisidora
retina de la cámara. Y de alguna manera misteriosa, casi mágica, uno se pueda
dar cuenta de que esto es mucho más que el canto del cisne de unas cuantas
viejas glorias. Es también una lección de vida que no es nada fácil de seguir.
Se trata simplemente de sentarse en una silla y esperar a la muerte, o ir al
encuentro de la vida. Y ellos, con sus trabajos repletos de talento y de
fuerza, saben transmitirnos el mensaje. Las ballenas acabarán apareciendo,
pero, mientras tanto, hay que apreciar todo lo que hay alrededor porque llegar
a un nuevo día es toda una victoria.
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