martes, 28 de abril de 2020

LA MUERTE TENÍA UN PRECIO (1965), de Sergio Leone


El dinero lo es todo. O quizá no. Puede que el dolor también se acumule dentro de las almas malvadas. O que la venganza sea un móvil tan bueno como la mayor de las recompensas. A veces, sí, a veces, el destino se alía y hace que el dinero sea el compañero del rencor. Y entonces no hay nada más bajo el sol abrasador de las tierras más áridas, de los rincones más abandonados, de las miradas más lacerantes. La cara de las casas blancas parece ofrecer insolencia contra las balas, como implorando algo de justicia, venga de quien venga. Y, en ese momento, se llega a tener la certeza de que la muerte tenía un precio.
Un duelo de sombreros en la noche, unos disparos que suenan como silbando, un eterno cabalgar por la misma desolación, un hombre sin nombre y un reputado cazador. Una alianza imposible en medio de la misma nada. Sólo para atrapar a un hombre que quiso poseer un reloj y acabó perdiendo su hombría. Creyó que se asaltaba al amor y nunca llegó a saber que el amor prefiere matarse antes que entregarse. El sol, maldito sol, vuelve locos a todos. Hace que el sudor caiga por los poros como cascadas de pánico, de incredulidad, de mentira y de remordimiento. Cosas que no se pueden curar más que con el girar de un tambor de revólver. La vida no tiene precio. La muerte, sí.
El juego de miradas y las constantes del cine de Sergio Leone tuvieron aquí su esperado duelo con el cine. El italiano consiguió que el argumento fuera un poco más allá y se participara en un sendero de motivaciones distintas, de emociones derivadas al otro lado de un cañón. En realidad, el centro de todas las tensiones es la espera, es la certeza de que el enfrentamiento se va a producir en medio del calor inaguantable, del polvo pegado a las perneras de los pantalones, de una interminable inseguridad que precipita el fracaso o el éxito. Algo que siempre ocurre cuando se ponen en juego las pasiones humanas. Y más aún cuando la pólvora es la que debe hablar.
Y, con sus rostros arrugados como el suelo del desierto harto de recibir tanta luz, Clint Eastwood y Lee Van Cleef están preparados para desenfundar, haciendo verdad cada gota de sudor, cada segundo de espera, cada precio pagado por las muertes que provocan. Al final, las cuentas cuadran y la gente podrá salir por las calles a seguir viviendo en su pobreza, pero, al menos, en paz. Mientras tanto, un hombre cabalgará hacia el horizonte con su alma alimentada por la venganza y el otro, se llenará los bolsillos con una carreta llena de muertos. Sí, toda muerte tiene un precio y no todos están dispuestos a pagarlo. Sobre todo cuando la impasibilidad es un arma más dentro del deseo de derramar sangre en medio del desierto de la ambición que, por una vez, fue un campo de batalla para agarrar la maldad, zarandearla y llenarla de agujeros.

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