Uuuuuuuhhh…Henry….guíame
a través de las tinieblas del más allá para encontrar justo aquello que mis
clientes quieren oír. No te entiendo, Henry. La adinerada señora Rainbird está
aquí y espera tener noticias del hijo abandonado de su hermana. ¡Y ofrece diez
mil dólares por saber algo! Henry…la verdad, aunque seas un espíritu que no
existe, es una ocasión que no podemos rechazar. Así que tendremos que ponernos
manos a la obra. O sea, que lo investigue George. Sí, sí, ya sé. George es un
poco patán, pero es más listo de lo que parece y, además, muy perseverante
cuando hay billetes de por medio. A mí es un hombre que me encanta. Tanto o más
que esa sombra reconocible que está detrás de la puerta del negociado de
“Nacimientos y defunciones”. Y será cuestión de ir a cementerios, intercambiar
información con gente poco recomendable…pues eso. Henry, George, o quienquiera
que se ponga a husmear, habrá peligro, pero no os preocupéis. Eso es algo nimio
para una vidente como Madame Blanche Tyler.
El secuestro siempre ha
sido un buen negocio. Y más aún cuando las pistas que se dejan son mínimas. No
vale con ser un joyero de buena posición. Hay que amasar más dinero de toda esa
gente que se las da de querer hacer un bien público y, en realidad, son
bastante cínicos. ¿Y qué es el secuestro sino una forma de cinismo con muchos
ceros? La pista se pierde y un diamante del tamaño de un dedo gordo bien vale
un poco de luz. Es como el entretenimiento con alguna que otra nota de humor
que se saca de la manga un director que se hallaba ya al final de su carrera y
que el cine había dejado de divertirle. Ya no era ese genio creador de
turbadoras historias inquietantes. El tiempo realizó su función y le convirtió
en un anciano deseoso de no dejar de sonreír, intacto en su técnica y leve en
su construcción. Y aquí, ese anciano llamado Hitchcock no es Hitchcock…pero aún
es Hitchcock.
Y es que los secretos
se guardan detrás de las paredes, y el engaño se instala con tanta convicción
que hay tragaderas para buscar a un espíritu en la cocina. Quizá haya un cabo o
dos que estén sueltos, pero lo importante es acabar sintiendo simpatía por esa
pareja de pícaros compuesta por la vidente y el taxista y alegrarse por el
castigo que reciben el joyero y su cómplice. No hay palabras. Ni siquiera
explicaciones. Sólo un guiño al espectador para confirmar que todo es una broma
de cierta gracia. Con lápidas nuevas, con lápidas viejas, con malvados al borde
de pasarse al lado más oscuro e ingenuos timadores que sólo buscan un golpe de
suerte para dejar de ver lo que no ven y contar mentiras que, en realidad, son
investigaciones. El detective privado transformado en médium. Las cosas que hay
que ver. O las que no. ¿Quién sabe? Fue el último adiós de un genio del cine
que parecía susurrarnos al oído que estuvo encantado de conocernos y que fue
todo un placer.
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