viernes, 3 de abril de 2020

NARCISO NEGRO (1947), de Michael Powell y Emeric Pressburger


Saltándonos la norma, en esta ocasión, sí habrá artículos el lunes, martes y miércoles de la semana que viene. A pesar de estar en medio de la Semana Santa, quiero aportar un granito de arena a la situación que vivimos para, simplemente, llenar cinco minutos de vuestro día a día. 

El viento lleva consigo la locura en un risco en el que parece instalarse el tiempo. Mantener el equilibrio se antoja casi imposible cuando la felicidad de ayudar a los demás se halla tan lejos. El amor se presenta en lo prohibido y las miradas comienzan a cambiar, a ser más incisivas y menos comprensivas. Los fantasmas habitan en los rincones destartalados de lo que, un día, fue un palacio y hoy es el refugio del aire. El milagro tiene visos de hacerse realidad mientras se enseña, se trabaja, se atiende y se acoge, pero hay demasiada distancia hasta el suelo para que llegue la tranquilidad. La desolación lucha también por instalarse allí, en lo que podría haber sido un paraíso, y parece anidar en la mente de los más débiles. El amor se vive de muchas maneras y la hermana Ruth va a elegir la más tortuosa de todas.
Las noches son frías y la fe yace desterrada después de tantos meses de represión sexual, de aguantarse los sentimientos. Pasa a un tercer plano, olvidada, aguantando el viento sobrecogedor que parece borrarlo todo a su paso. El techo del mundo es demasiado inhóspito para que allí arraigue cualquier creencia. Demasiadas sombras ante la belleza que se pretende imponer. Y las dudas, siempre erosionando lo que se creía seguro e inamovible, crecen como los vértigos, tratando de hacer salir cualquier rastro de bondad, de amabilidad, de cordura y de esfuerzo. Y ese hombre, atractivo y varonil, que, de vez en cuando lleva suministros y el correo, poniendo el deseo alrededor de las tocas de monja, sin darse cuenta, sin querer llevar nada más que el consuelo y la compañía a unas mujeres admirables que han elegido el extremo para hacer el bien, convenciendo, a través de él, a todos los que se acercan hasta esa cumbre en la que no hay más que un grito continuo invitándolas a abandonar. Y eso no tiene nada que ver con lo que se cree o no se cree. Hacen falta muchos redaños para vivir en lo más alto y derramar amabilidad sobre el resto del mundo.
Es cierto que el trabajo de Deborah Kerr en esta película es muy destacable, pero no cabe duda de que el verdadero mérito se lo lleva Kathleen Byron encarnando a esa hermana Ruth que se deja vencer por la locura y por el deseo, con sus miradas atravesadas y torcidas, buscando siempre el mal en el otro y dejándose seducir por el pensamiento libidinoso, lleno de insidia y de odio. La fotografía de Jack Cardiff es otro de los principales activos de esta película que, en manos de sus directores Michael Powell y Emeric Pressburger acaba por ser una auténtica obra maestra que habla sobre los caminos de la insania, mostrados paso a paso, bordeando un abismo en el que mirar no deja de ser seductor. Al fin y al cabo, la lujuria es uno de los atajos más cortos que puede usar el diablo para hacer perder la cabeza y aquí, en ese risco cerca del cielo, parece el mejor sitio para que actúe…sólo hasta que la lluvia comience.

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