Frank Skeffington es
uno de aquellos políticos de la vieja escuela. Sus campañas se basaban en el
trato personal, en ir de bar en bar a charlar con la gente, en atender
personalmente a las personas que iban a verle a contarle sus problemas. Y procuraba
no olvidar su humanidad en algún rincón de la ambición. A veces, hacía cosas
que no estaban dentro de la praxis normal, pero siempre era en beneficio de
alguien. Daba su valor a la amistad. Daba las gracias cuando era necesario. Y
recibía el apoyo de muchos y la censura de sus contrincantes. No le importaba
porque así era el juego. Lleva cuatro reelecciones y se va a presentar por
última vez. Aún le queda energía para cuatro años más. Sin embargo, es posible
que muchos vean en él al político viejo y caduco, que se siente incómodo ante
los micrófonos televisivos y radiofónicos y que se comunica mediante acciones,
encuentros y conversaciones. Los tiempos sobrepasan a Frank Skeffington.
Aunque, a su lado, haya un buen puñado de hombres que saben lo que es trabajar
para un hombre justo, que trata de hacer lo mejor para la mayoría, con la mejor
de las intenciones y con el peligro cierto de equivocarse.
Así que en esta última
carrera se deberá enfrentar al advenedizo estúpido, que no posee capacidad
alguna para captar lo que la gente quiere decir, pero que sale en televisión
vendiendo la falsa imagen de ser un padre de familia dedicado. El infeliz ni
siquiera sabe improvisar y mostrarse natural. Es todo fachada. Es todo mentira.
Y aún así, por culpa de unos tiempos de especial idiocia, se le prefiere. Es
lógico. Es más fácil de manipular y, además, se va a beneficiar de todos
aquellos a los que Skeffington ha perjudicado.
Frank, cuando se
levanta, deja una rosa fresca delante del retrato de su mujer, se reúne con sus
colaboradores, pide informes y da paso a su agenda. No le importa chantajear
moralmente al jefe de una asociación de bancos si con ello se consigue un
préstamo para construir viviendas para los más pobres. Le trae sin cuidado. Y
es un servidor público de pies a cabeza porque está muy preparado para la
derrota. Sólo esconde un pequeño secreto en su viejo corazón y es que está muy
cansado. Harto de ver la superficialidad insultante de un hijo que se dedica
exclusivamente al hedonismo, espantado de asistir al espectáculo denigrante de
una nueva clase política sin más ética que su propia tontería, asombrado de
comprobar cómo se pueden arrastrar viejas e injustas rencillas privadas para
dar rienda suelta a la crítica pública. Ya no son los tiempos de Frank
Skeffington y nadie sabe agradecer un millón de carcajadas.
John Ford rindió
homenaje a la figura, ya extinta, del político honrado, esforzado, que no
dudaba en utilizar cuantos medios tenía a su alcance para tratar que la gente
fuese razonablemente feliz, aunque fuera a través de pequeños detalles. El
trabajo de Spencer Tracy es tan entrañablemente grande que uno puede llegar a
perderse en sus arrugas, en su sabiduría y en su naturalidad de torpes andares.
Y todos, al final, subimos esa escalera
de largas sombras para decir adiós al hombre honrado, al actor y al maravilloso
director que siempre prefirió la leyenda.
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