Alexander Eberlin es un
buen agente secreto. Sobrio y eficaz, no deja nunca de cumplir con su
obligación. Ahora tiene un peliagudo encargo y es acabar con un molesto espía
soviético llamado Krasnevin. Sin duda, es un tipo escurridizo, difícil de
pillar. Eberlin tendrá que emplearse a fondo porque parece que el ruso se
escabulle entre sus dedos, como si fuera una especie de fantasma que jamás
acaba por tomar forma. La compañera de Eberlin es Caroline, una muchacha que,
poco a poco, va descubriendo cosas que no acaba de comprender muy bien. Parece
como si Eberlin se condujese hacia la desesperación por causa del encargo
imposible de localizar y asesinar al maldito ruso. Y ése espía de los demonios
no aparece por ningún sitio.
Krasnevin es un buen
agente secreto. Sobrio y eficaz, no deja nunca de cumplir con su obligación. Se
ha enterado de que un tal Eberlin va detrás de él y está bajo su objetivo a
distancia. Lo mejor será desaparecer. Ya acabarán por dejarle en paz. Sin
embargo, Krasnevin sabe que la encrucijada se está cerrando y que uno de los
dos tendrá que morir…o, a lo mejor, los dos. Esto es lo que pasa con los
encargos imposibles, que, muy a menudo, se convierten en una sentencia.
Krasnevin va a tener que correr mucho, esconderse detrás de cortinas británicas
porque el servicio secreto de Su Majestad no sabe que está mucho, mucho más
cerca de lo que imaginan. La atmósfera de paranoia en Berlín no va a ayudar
demasiado y Krasnevin va a tener que enfrentarse con lo peor de sí mismo.
Alguien acabará tiroteado por la espalda. Y sólo por intentar volver a casa.
La vida del espía al
modo Le Carré, con la tristeza y lo grisáceo dominando unas vidas a las que no
se descubre demasiada motivación. Anthony Mann falleció en pleno rodaje y el propio
protagonista Laurence Harvey tuvo que acabarla. Mia Farrow acompañó el invento.
Y el resultado es una película atrayente, retorcida y, en algunos momentos,
bastante críptica. El frío mundo del espionaje es retratado con cierta
veracidad con el existencialismo de Sartre y la visión de Kafka al fondo. Los
agentes dobles o triples se multiplican bajo la sombra de la Guerra Fría y más
vale no estar bajo la mirada a distancia de cualquier francotirador. Al final,
sólo quedará la certeza de que son marionetas al servicio de un imposible juego
de apariencias que acaba por destaparse y producir muerte, desamparo y
desolación. Mia Farrow parece un mero elemento decorativo y el trabajo de Tom
Courtenay es una virtud entre tanto jeroglífico. No cabría esperar menos de una
película que ha arrastrado la maldición desde el mismo momento en que se
planeó.
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