viernes, 5 de junio de 2020

LAS DOS VIDAS DE AUDREY ROSE (1977), de Robert Wise


¿Qué expresión se nos quedaría en el rostro cuando un extraño se presenta e intenta convencernos de que nuestra hija es la reencarnación de la suya? Evidentemente le tomaríamos por loco. Un hombre desequilibrado que se precipitó por los abismos más rocosos de la locura al perder a su niña y, también, a su esposa. O, en el peor de los casos, un perturbado mental que trata de invadir la aparente vida perfecta de una familia que se quiere y a la que las cosas le van bien. Sin embargo, ese hombre no se comporta como un loco. Parece razonar, su mirada es serena, su expresión es amable. Para mentes de educación tradicional, es imposible creer que la reencarnación existe y, menos aún, que sea tan evidente para alguien. Y entonces es posible que llegue a crearse un ambiente enrarecido, cercano al horror, porque se están manejando conceptos que son un auténtico misterio. Ese horror no es el habitual. No son sustos, ni efectos complicados, ni ruidos extraños. Es un horror de atmósfera, de tensión palpada en el ambiente, de circunstancias que convergen en un punto más allá del entendimiento y de la lógica. Lo sobrenatural siempre causa miedo y, si la situación llega a determinados límites, se pasa al pánico. Sobre todo cuando se comienza a comprobar que la hija del matrimonio tiene un comportamiento errático. ¿Podría ser cierta la existencia de la reencarnación?
Se abre una grieta en el matrimonio porque, si es verdad que existe, entonces su hija puede no ser su hija. La aparente felicidad se esfuma y el drama familiar estalla. Casi es preferible creer en la reencarnación que admitir que Ivy necesita tratamiento psiquiátrico y ambas posibilidades pueden significar la pérdida de la niña. Ivy puede ser Audrey Rose, pero también puede ser Ivy. El fantasma de la regresión se cierne sobre su mente inocente. Los gritos se suceden. Y todo se reduce a una mera búsqueda que tiene un final que acaba por ser imposible.
El trío protagonista, Anthony Hopkins, Marsha Mason y John Beck, realizan un estupendo trabajo a las órdenes de Robert Wise. Sin embargo, la película es algo irregular. Es una historia que hace que el espectador mantenga los puños apretados sin llegar al miedo habitual y eso es algo que necesita ritmo. En este caso, a veces, decae. No obstante, llega a plantar la semilla de la inquietud en el público porque todos queremos que la misma historia nos dé una solución a la incertidumbre de la vida más allá de la muerte. Y no lo hace. Tal vez porque nadie tiene la respuesta y la tenemos que averiguar por nosotros mismos. O quizá sea porque el guión no sabía por dónde salir. O, incluso, porque el final es sólo eso. Un final. Un término. Una certeza de que no hay más y de que las almas descansan en paz.

2 comentarios:

Alí Reyes dijo...

Buenísimo ¿De qué año es?

César Bardés dijo...

1977. Estéticamente aún arrastra algo de esa época y eso perjudica su consideración. Ver a Hopkins siempre es edificante,eso sí.