No es fácil de aceptar
que se case la niña de tus ojos. Al fin y al cabo, es la señal de que tu
reinado ha terminado. Ya no serás el primero que la ayude, ni el primero al que
pida una opinión, ni nada de nada. No deja de ser una prueba para un amante
padre que pasa a estar en segundo plano. Y somos humanos. El problema está en
controlarse. Y en los gastos. Porque quieres una boda sencilla, íntima, con
pocos invitados, bonita, pero los problemas crecen. La lista de invitados es
infinita. Hay que cambiarlo todo en casa para que quepan. El ensayo de la boda
no es como uno se imagina. Los consuegros son un poco de aquella manera. El
pollo, al principio, no puede pasar la prueba porque, sencillamente, ninguno la
va a pasar. Todos son poco para esa niña con trenzas que revoloteaba por la
casa no hace tanto tiempo. Y los pies van a doler mucho cuando termine la
fiesta.
Gran parte de lo que
ocurre es porque siempre es cierto que las mujeres tienen la última palabra. Lo
que el hombre quiere queda, en la mayoría de las ocasiones, en un simple
comentario que podría haber dicho el vecino de enfrente. El marido sirve para
preparar las bebidas, para refunfuñar y para decir que nada le parece bien
porque nada es como se sueña. Y lo peor de todo es que el montaje va dirigido a
quitarle su niña, a no ser más que un aditamento en su vida, a ser el viejo
que, en breve, tendrá que pasear con un cochecito para que los tortolitos
tengan algo más de tiempo.
Vincente Minnelli
dirigió esta estupenda comedia en apenas veintiocho días, mientras Gene Kelly
ensayaba los ballets de Un americano en
París. Y es una de esas películas en las que te das cuenta del inmenso
actor que era Spencer Tracy. Expresivo, racional, sin actuar de más, sin dar de
menos, siempre con el gesto a punto y con la mirada precisa. Él se halla por
encima del resto del reparto, también brillante, en el que están incluidos
nombres excelsos como los de Joan Bennett, Elizabeth Taylor y el siempre soso
Don Taylor. Lleva la película por los caminos de ese rostro que era capaz de
contener la lluvia de dos días entre sus arrugas y la transforma en una risa
elegante, algo burlona, descarada e irremediablemente simpática. Todo lo
contrario de lo que resulta la boda de una hija.
Así que no olviden
prepararse un buen Martini para verla. Ni de elaborar una cuidada y excesiva
lista de invitados para compartir estos momentos. Incluso Salvador Dalí
colabora en la secuencia onírica que hunde a ese padre agobiado en los
infiernos de un suelo lleno de escaques. Y todo por hacer feliz a quien más se
ama. La niña de tus ojos.
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