martes, 2 de junio de 2020

EL PADRE DE LA NOVIA (1950), de Vincente Minnelli


No es fácil de aceptar que se case la niña de tus ojos. Al fin y al cabo, es la señal de que tu reinado ha terminado. Ya no serás el primero que la ayude, ni el primero al que pida una opinión, ni nada de nada. No deja de ser una prueba para un amante padre que pasa a estar en segundo plano. Y somos humanos. El problema está en controlarse. Y en los gastos. Porque quieres una boda sencilla, íntima, con pocos invitados, bonita, pero los problemas crecen. La lista de invitados es infinita. Hay que cambiarlo todo en casa para que quepan. El ensayo de la boda no es como uno se imagina. Los consuegros son un poco de aquella manera. El pollo, al principio, no puede pasar la prueba porque, sencillamente, ninguno la va a pasar. Todos son poco para esa niña con trenzas que revoloteaba por la casa no hace tanto tiempo. Y los pies van a doler mucho cuando termine la fiesta.
Gran parte de lo que ocurre es porque siempre es cierto que las mujeres tienen la última palabra. Lo que el hombre quiere queda, en la mayoría de las ocasiones, en un simple comentario que podría haber dicho el vecino de enfrente. El marido sirve para preparar las bebidas, para refunfuñar y para decir que nada le parece bien porque nada es como se sueña. Y lo peor de todo es que el montaje va dirigido a quitarle su niña, a no ser más que un aditamento en su vida, a ser el viejo que, en breve, tendrá que pasear con un cochecito para que los tortolitos tengan algo más de tiempo.
Vincente Minnelli dirigió esta estupenda comedia en apenas veintiocho días, mientras Gene Kelly ensayaba los ballets de Un americano en París. Y es una de esas películas en las que te das cuenta del inmenso actor que era Spencer Tracy. Expresivo, racional, sin actuar de más, sin dar de menos, siempre con el gesto a punto y con la mirada precisa. Él se halla por encima del resto del reparto, también brillante, en el que están incluidos nombres excelsos como los de Joan Bennett, Elizabeth Taylor y el siempre soso Don Taylor. Lleva la película por los caminos de ese rostro que era capaz de contener la lluvia de dos días entre sus arrugas y la transforma en una risa elegante, algo burlona, descarada e irremediablemente simpática. Todo lo contrario de lo que resulta la boda de una hija.
Así que no olviden prepararse un buen Martini para verla. Ni de elaborar una cuidada y excesiva lista de invitados para compartir estos momentos. Incluso Salvador Dalí colabora en la secuencia onírica que hunde a ese padre agobiado en los infiernos de un suelo lleno de escaques. Y todo por hacer feliz a quien más se ama. La niña de tus ojos.

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