Esta no es una buddy movie cualquiera. Hay algo que la
distingue de las demás y es la inteligencia de algunas de sus secuencias. Para
empezar, son dos tipos que están obsesionados con hacer caer a un mafioso y no
resulta nada fácil porque entre ellos hay una extraña relación de amor y odio
que confunde a cualquiera. De hecho porque, en algunos momentos, es mucho más
importante la relación que existe entre los dos policías que el argumento en sí
mismo. Y, claro, si tienes a dos actores como Alan Arkin y James Caan haciendo
de las suyas, el disfrute está asegurado. Además, cómo resistirse al hecho de
que uno de ellos ofrece consejo matrimonial al otro cuando se está beneficiando
a su mujer. Es como para estamparle la placa en las narices, hombre. Y, a pesar
de que hay momentos de comedia, también hay acción, simpatía, cierta
sofisticación y algo de humor grueso. Todo eso en apenas una hora y tres
cuartos de patrulla.
Lo cierto es que, a
pesar de todo, estos dos impresentables tienen algo de respeto por el otro (si
exceptuamos el chalaneo entre la mujer de uno y el otro) y hay una rara
sensación de que todo va a colocarse fuera de los límites del control
narrativo. Sin embargo, se pasa un gran rato, al borde de los tiempos en los que
lo hippy estaba de moda, con alguna
pasada de rosca y más de un momento crítico. Caan pone la locura. Arkin, la
calma. Y ya estamos con las armas desenfundadas a la primera de cambio. Y para
la historia ha quedado esa escena en la que el coche de policía entra por la
ventana de una vivienda mientras sus dueños están durmiendo. La vocación
destructora de la película es evidente porque no deja títere con cabeza y los
policías bordean peligrosamente lo políticamente correcto. Estos dos granujas
hacen que Harry el sucio parezca limpio.
Así que abróchense los
cinturones y prepárense para algo trepidante, cercano a lo excesivo, amoral y
profundamente transgresor con unas gotas de astucia. La dirección de Richard
Rush es intensamente precisa a pesar del caos que domina muchas de sus escenas
y resulta una película complicada, divertida, olvidada y libre. Quizá es una de
esos títulos representativos que aún puede recordarnos hasta dónde puede llegar
el cine cuando no hay fronteras éticas más allá de la moral.
Y, sobre todo y ante
todo, esos dos actores que están en estado de gracia, nunca mejor dicho, como
James Caan y Alan Arkin. Divertidos, intensos, geniales y entrañables aún
cuando son odiosos. Hay que volar con ellos dentro del coche. De vez en cuando,
hay que permitir a la locura darse un paseo con esta extraña pareja de polis.
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