Días de ira que se
apagan con hogueras de odio. Tal vez los delitos no sean delitos y todo se
apoye en una falsa concepción moral de cómo deben ser las vidas de las
personas. Y, en el camino hacia las llamas de infierno, en un hueco entre los
largos dedos amarillos y rojos del rencor, se puede hallar algo parecido al
amor y, quizá, por eso, sí merezca la pena morir. La oscuridad se cierne en ese
país extraño de falso puritanismo y castigo verdadero que apunta hacia el
Norte, como si allí fueran mucho más avanzados, mucho más razonables, mucho más
amantes de la Humanidad. El diablo se halla en todas partes, incluso en esas
sociedades que parecen perfectas y que no dudan en señalar cuando algo les
incomoda entre sus mal amuebladas existencias. Es como si los nazis siempre
hubieran estado en Europa, con sus torturas y su persistente mazo para abrir
cabezas e introducir pensamientos. La tiranía, aunque sea moral, debe morir y
sus cenizas esparcidas al viento. No debe haber piedad para los que quieren imponer
el pensamiento único y así es como nacen historias como ésta, que hacen ver el
peligro, la sinrazón, la desaparición de lo único que nos diferencia realmente
del resto de criaturas del universo. El fuego no purifica las ideas. Todo lo
contrario. Las ennegrece, las emponzoña, las reduce a la nada y esos días de
ira deben ser expulsados en una sociedad que grita por ser normal, sufre por
ser razonable y mata porque no quiere ser cabal.
Y lo peor de todo, lo
más execrable, lo más rechazable y lo más rabioso es que pueda existir algo
como el amor romántico, intocado e intocable, que se desliza por los caminos de
la pasión movido solamente por los impulsos carnales que suscita el deseo más
enamorado. Eso no se puede consentir. La sociedad tiene ya los destinos
escritos y los puños cerrados y el amor no es más que una paparrucha, una
puerta abierta precisamente al diablo, que se cuela por las bocas abiertas y
llena los cuerpos de lujuría y abyección. Hay que destrozar al que no piense y
actúe como se espera de él. Primero, el escarnio. Después, la hoguera, con las
llamas bien altas, bien grandes, devoradoras, implacables.
Dreyer dirigió esta
película bajo el dominio nacionalsocialista y quiso disfrazar la caza de una
bruja con la opresión de los invasores, con la incomprensión hacia cualquier
otra opción, el daño maledicente de los vecinos que se unen, taimadamente, a la
cadena de dimes y diretes que sólo buscan el daño y la exclusión. En esta
ocasión, parece que trabaja con Rembrandt como director de fotografía con la
exclusiva condición de quitarle la paleta de colores, creando luces que dan
lugar a diferentes texturas y sombras. Sobre todo, aquellas que se dibujan en
los rostros de los que persiguen ferozmente, sin atender a la razón o al
conocimiento, solamente porque otros no hacen lo mismo que él, no piensan lo
mismo que él, no comulgan igual que él. En el fondo, tal vez, de alguna manera,
también quieran asesinarse a sí mismos.
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