Soy un ladrón y yo
estuve allí. Fui preso de la lujuria y cometí un acto prohibido con movimientos
de tigre. Y me enamoré perdidamente de la dama en cuanto pude comprobar cuán
suave es el paraíso. Ella me arrastró a la perdición aunque yo ya estaba en
ella y el resultado sólo podía ser de sangre y rabia para un tipo que no la
merecía. Él sólo miraba y le di la oportunidad de defenderse. Era diestro con
su espada y escurridizo con sus piernas. Quiso hacer justicia y encontró lo que
buscaba. Era el filo de mi arma hincándose en su carne de guerrero ofendido.
Allí acabaron sus días de privilegio y arrogancia. A manos de un ladrón que le
doblaba en valentía y decisión. Muere, perro.
Soy una mujer y yo
estuve allí. Me escondí detrás de un velo para aparentar discreción, pero se
cruzó aquel individuo de baja calaña en el monte. En sus ojos había deseo y
pasión y no pude hacer nada para que no llevara a cabo sus intenciones
deshonestas. El pecado se consumió allí, bajo la sombra de unos árboles que
parecían extender sus garras con las ramas y bajo la mirada de mi marido.
Cuando todo acabó, fui a liberarle. Y en sus ojos vi algo que nunca hubiera
imaginado. El desprecio de un hombre que considera a su mujer sucia y ya
intocable porque un desalmado había acabado con su dedicación conyugal.
Mientras le desataba, noté su rechazo insultante. Y allí mismo, sin que nadie
me viera, acabé con él. A manos de una mujer violada que nunca soportaría su
odio diario y su rechazo. Muere, perro.
Soy un hombre y yo
estuve allí. Sí, soy el muerto. El bandido me pilló a traición y me maniató a
conciencia mientras se beneficiaba a mi mujer. Y las lágrimas me asaltaron
porque vi cómo ella le aceptaba, se entregaba a la pasión desmedida a través de
la violencia, se convertía en otra criatura llena de vicio y lodo. Cuando todo
acabó, me liberaron y no pude aguantarlo. Acabé con mi vida. Sin piedad. Sin
remordimiento. De un solo golpe, hundiendo el puñal con furia en mi corazón. A
manos de un hombre que no podría vivir sabiendo que su mujer prefirió al
sinvergüenza que la tomó por la fuerza. Muere, perro.
Soy un leñador y yo
estuve allí. Lo vi todo con mis propios ojos y, luego, cuando testificaron ante
las autoridades, no entendí nada. Todos se movieron por egoísmo porque ninguno
de ellos se comportó bien. El ladrón era un maldito lujurioso que tenía muy
poco de héroe romántico. El hombre era un cobarde que rehuía el combate. La
mujer era una arpía que ansiaba la lucha entre ellos para satisfacción de su
egoísmo desmedido. El hombre murió. Y yo también acabé por morir un poco al
asistir, atónito, hasta dónde llegaba la maldad y la vanidad humana.
Soy un sacerdote
budista y yo no estuve allí. Asistí a todo el procedimiento y pude comprobar
que ya no existen hombres, ni mujeres, ni nada. Todo el mundo se mueve por su
propio interés, en pos de proyectar una imagen que no se corresponde con la
realidad. La lluvia cae, inmisericorde, y no hay demasiados sitios en los que
refugiarse. En la puerta de Rashomon, medio derruida, pude darme cuenta de que
aún hay esperanza en la raza humana.
Y ésa es la película de
Akira Kurosawa, un director que estuvo en todas partes, con todas las visiones,
planteando el dilema ético sobre si aún somos buenas personas.
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