miércoles, 14 de abril de 2021

CÓNSUL HONORARIO (1983), de John McKenzie

 

A veces, se poseen todos los motivos del mundo para odiar a alguien y, sin embargo, es imposible. Ese individuo, no se sabe si por su tranquilidad, su paciencia, su cariño al llevarte a casa borracho o su modo algo libertino de entender la vida, te cae irremediablemente bien. En medio de uno de los países más pobres del cono sur, sólo existe barro, frustración violenta, decepción porque el sol sigue siendo implacable y la dictadura también, evasión mental a espuertas, bebida fuerte quemando por el gaznate y sudor empapando las guayaberas. Y en medio de las brumas del alcohol, aparece este médico, que no quiere hacer daño a nadie, pero, que, sin embargo, por conciencia política y familiar, ayuda a la guerrilla a realizar un secuestro proporcionando un cuándo. Y todo sale mal porque se rapta a la persona menos adecuada. Maldita sea, Eduardo, deberías seguir con tu trabajo de médico, tu consulta diaria, ayudando así a personas que lo necesitan aunque no tengan con qué pagar. El movimiento se demuestra andando y el tuyo debería ser en esa dirección. Y ahora las lágrimas caen sobre una cama cualquiera en medio de la selva. Porque el engañado y la prostituta han perdido a un ser al que querían bien. Sé Cónsul Honorario para esto.

Las calles mojadas por sus gruesas tormentas, la amenaza constante de una policía que ya conspira contra la población, la vigilancia permanente sólo para tener la sensación de que los derechos están siendo recortados a pedazos. Algo hay que hacer, en algo hay que comprometerse, pero todo está equivocado. Se apela a una antigua amistad que ya no es. Y, lo peor de todo, se mira en el interior y se desea que algo salga mal porque así estará el camino libre para que el amor se ejerza con libertad. En el fondo, en el corazón de Eduardo, no hay libertad para andar por la calle y tampoco la hay para amar en una cama.

No cabe duda de que el tiempo ha pasado sobre esta adaptación de la novela de Graham Greene que, una vez más, trata de perdedores y de causas perdidas y, más bien, inútiles. La música delata la década y el color es casi una cartulina desteñida que flota sobre un charco. Michael Caine trata de dar lo mejor de sí mismo ante el supuesto torbellino, nada convincente, de Richard Gere ante una dirección sosa, poco brillante, anodina y casi desganada de John McKenzie que, quizá, otorga los mejores momentos de lucimiento a Bob Hoskins que basa su siniestro personaje en estimas de mirada, amenazas sin pronunciar y advertencias solapadas.

Así que, quizá, dentro de un país corrupto y una revolución inútil, sea el momento de sacrificarse porque, al fin y al cabo, no se va a conseguir lo que se quiere. Por mucho que todo haya empezado por un mero capricho que se ha movido entre una piel cetrina de amor prestado. Sólo se trata de andar, una vez más, en la dirección equivocada y confiar en que la lluvia borre todas las huellas porque nada importa. Sólo las lágrimas incomprensibles de los que se quedan.

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