Ya no queda mucho
tiempo. Es una última oportunidad para dejar las cosas bien atadas con respecto
al cariño. No es un cariño cualquiera. Es ese que, en parte, ha hecho de ti la
persona que eres. Se han compartido muchas cosas, muchas alegrías, muchas
decepciones y también algunas tristezas. La guerra dejó cicatrices que, a buen
seguro, el cariño ayudó a curar. No importa que el viaje se prolongue más de la
cuenta porque lo único que se tiene es un cortacésped que no pasa de los veinte
kilómetros por hora. Es la última hora de demostrar que se ha sido una buena
persona, que se han intentado hacer las cosas de acuerdo a una ética personal,
que hay hechos que aún pesan en la mente como una tormenta porque, tal vez,
alguien murió por tu culpa y todos, todos los días te acuerdas de ese chico, no
muy alto de estatura, que siempre iba de avanzadilla. No, no puedes permitir
que alguien a quien has querido, no se despida de ti.
Además, no hay nada que
se pueda igualar a la sensación del olor a tierra mojada cuando ves llover bajo
el cobijo de un granero vacío, o esa certeza de que, a pesar de todo, aún hay
gente que merece mucho la pena en este lento caminar que es la vida. Tu hija,
quizá, no sea muy inteligente, pero se apañará bien porque ha aprendido la
belleza de la sencillez y no necesita más. Hay que dar algo de descanso al
alma. Hay que dejar un reguero de verdad a nuestro paso.
David Lynch dirigió
esta película con un sentido narrativo admirable, dejando de lado sus
obsesiones sobre el retorcimiento de la realidad, brindando un personaje de
altura, maravillosamente interpretado por Richard Farnsworth y emocionando a
cada minuto con la odisea de este anciano que decide ir a ver por última vez a
su hermano a bordo de un cortacésped porque siente que ése es su deber, su
deuda y su deseo. Con él, conseguimos atrapar el aroma de los maizales, la
picadura del sol, el frescor de la noche alrededor de una buena hoguera, el
tacto de lo entrañable, la bondad de otros, la paciencia de la edad y la
seguridad de que lo peor de hacerse viejo es, precisamente, acordarse de que se
fue joven.
Por lo demás, el espectador camina junto a él. Y se pueden contar las arrugas y por qué aparecen. Se pueden palpar las durezas en las manos y la mirada tan cargada de experiencias. El nudo se hace en la garganta porque, de alguna manera, presentimos que ese viejo también seremos nosotros y nos gustaría que, de llegar ese momento, podamos afrontar la última recta con su calma y con su sabiduría. Todo lo demás quizá sea prescindible porque, al fin y al cabo, la muerte saldrá al encuentro tarde o temprano. Y habrá que mirarla a la cara con toda la serenidad que sea posible.
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