Cuando
se realiza una secuela, aunque ésta no puede considerarse totalmente como tal,
uno de los peores errores que se cometen es la conciencia de que el éxito de la
película inicial se basa en una serie de situaciones que guardan una cierta
originalidad y se pretende hacer lo mismo con conocimiento de causa en la
segunda. Sin duda, en Península, hay
algún que otro detalle que no está mal…pero sólo son detalles. El resto es una
sucesión de estereotipos, con clara inspiración en la cinemática de los
videojuegos, y una irritante autocomplacencia que la dejan a mucha distancia de
Tren a Busan.
Además tiene otro error
mayúsculo que ensombrece cualquier otra consideración y es el terrible diseño
gráfico en las secuencias de persecución de coches de la película. Se trata de
darle espectacularidad a la historia con derrapajes reiterativos, choques
imposibles, un buen puñado de sombras saltando por los aires y la absoluta
falta de imaginación a la hora de precisar sin género de dudas que los
verdaderos malvados no son los muertos vivientes sino los vivos murientes. Y
todo con la excusa de un atraco, con una tendencia hacia el melodrama estirado
hasta la saciedad en la parte final, con algunas secuencias largas como un
mordisco de zombie y sangrantes como una herida en la zona cero.
Península
no es una secuela propiamente dicha. Es sólo la prolongación de la excusa de
partida de Tren a Busan, pero
eliminando el elemento de la angustia para centrarse en una ida y venida, con
sus emboscadas, sus homenajes que, en algún momento, pueden parecer copias
descaradas a películas como El último
hombre vivo, de Boris Sagal; o Alien
3, de David Fincher, o, incluso y salvando las distancias con un salto de
gigante, a Espartaco, de Stanley
Kubrick, pero el resultado es pobre, pretencioso, gravemente absurdo y, lo que
es peor, en algún momento se traiciona a sí misma al no respetar sus propias
reglas.
Así que en esta ocasión
tendremos una visita al remordimiento, a la sensación de no haber hecho todo lo
posible cuando era necesario, al peso del dolor y de la redención, al asesinato
de la lógica para cometer una última heroicidad de un protagonista que parece
nacido para serlo. Los villanos son pura sobreactuación, sin más campo acotado
que una pequeña línea de diálogo que no lleva a ninguna parte, con la certeza
de que la desolación es vecina de la normalidad y que el prólogo, en esta
ocasión, está muy lejos de la atracción que ejercían los primeros compases de
la bastante superior Tren a Busan.
Es hora de derrapar una vez más en la zona cera, con prisas y trucos repetitivos, con una acción que se pretende trepidante y que también desbarra en algunos pasajes. Tal vez haya que pensar más si se quiere acercar al éxito, o, simplemente, desistir de la idea de hacer otra aventura con cadáveres andantes y salvajismo atenuado. Al final, es posible que lo que parece una fantasía sea real y haya que tener en cuenta a los que guardan la apariencia de la locura. Y que los salvadores sean portadores de otra situación estereotipada hasta la náusea. Deprisa y corriendo es difícil que salgan las cosas cuando se trata del terror. No vale sólo con una situación de partida que, a priori, parece bastante atractiva. Hay que dar carne a las balas. Hay que disparar con precisión. Si no, todo se diluye en la más oscura mediocridad de un montón de vehículos que son mentira, unos cuantos accidentes que huelen a falso y un puñado de tonterías que cansan con premeditación y alevosía con la poca luz en movimiento que se arroja sobre la zona cero.
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