jueves, 29 de abril de 2021

PENÍNSULA (2020), de Yeon Sang-ho

 

Cuando se realiza una secuela, aunque ésta no puede considerarse totalmente como tal, uno de los peores errores que se cometen es la conciencia de que el éxito de la película inicial se basa en una serie de situaciones que guardan una cierta originalidad y se pretende hacer lo mismo con conocimiento de causa en la segunda. Sin duda, en Península, hay algún que otro detalle que no está mal…pero sólo son detalles. El resto es una sucesión de estereotipos, con clara inspiración en la cinemática de los videojuegos, y una irritante autocomplacencia que la dejan a mucha distancia de Tren a Busan.

Además tiene otro error mayúsculo que ensombrece cualquier otra consideración y es el terrible diseño gráfico en las secuencias de persecución de coches de la película. Se trata de darle espectacularidad a la historia con derrapajes reiterativos, choques imposibles, un buen puñado de sombras saltando por los aires y la absoluta falta de imaginación a la hora de precisar sin género de dudas que los verdaderos malvados no son los muertos vivientes sino los vivos murientes. Y todo con la excusa de un atraco, con una tendencia hacia el melodrama estirado hasta la saciedad en la parte final, con algunas secuencias largas como un mordisco de zombie y sangrantes como una herida en la zona cero.

Península no es una secuela propiamente dicha. Es sólo la prolongación de la excusa de partida de Tren a Busan, pero eliminando el elemento de la angustia para centrarse en una ida y venida, con sus emboscadas, sus homenajes que, en algún momento, pueden parecer copias descaradas a películas como El último hombre vivo, de Boris Sagal; o Alien 3, de David Fincher, o, incluso y salvando las distancias con un salto de gigante, a Espartaco, de Stanley Kubrick, pero el resultado es pobre, pretencioso, gravemente absurdo y, lo que es peor, en algún momento se traiciona a sí misma al no respetar sus propias reglas.

Así que en esta ocasión tendremos una visita al remordimiento, a la sensación de no haber hecho todo lo posible cuando era necesario, al peso del dolor y de la redención, al asesinato de la lógica para cometer una última heroicidad de un protagonista que parece nacido para serlo. Los villanos son pura sobreactuación, sin más campo acotado que una pequeña línea de diálogo que no lleva a ninguna parte, con la certeza de que la desolación es vecina de la normalidad y que el prólogo, en esta ocasión, está muy lejos de la atracción que ejercían los primeros compases de la bastante superior Tren a Busan.

Es hora de derrapar una vez más en la zona cera, con prisas y trucos repetitivos, con una acción que se pretende trepidante y que también desbarra en algunos pasajes. Tal vez haya que pensar más si se quiere acercar al éxito, o, simplemente, desistir de la idea de hacer otra aventura con cadáveres andantes y salvajismo atenuado. Al final, es posible que lo que parece una fantasía sea real y haya que tener en cuenta a los que guardan la apariencia de la locura. Y que los salvadores sean portadores de otra situación estereotipada hasta la náusea. Deprisa y corriendo es difícil que salgan las cosas cuando se trata del terror. No vale sólo con una situación de partida que, a priori, parece bastante atractiva. Hay que dar carne a las balas. Hay que disparar con precisión. Si no, todo se diluye en la más oscura mediocridad de un montón de vehículos que son mentira, unos cuantos accidentes que huelen a falso y un puñado de tonterías que cansan con premeditación y alevosía con la poca luz en movimiento que se arroja sobre la zona cero. 

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