jueves, 22 de abril de 2021

UNA JOVEN PROMETEDORA (2020), de Emerald Fennell

 

Demasiados machos. Lo mejor es elaborar una venganza en condiciones para que saboreen que se ahogan en su propia arrogancia falocrática. En el fondo, todos ellos guardan muchas frustraciones que tratan de superar aprovechándose de la situación. Y ahí está la joven prometedora que pone las cosas en su sitio y les hace ver que son unos seres patéticos y peligrosos, que tratan de impresionar con las maneras de niño bueno, o con un aire intelectualoide que dan ganas de colgarlos en la verga mayor. Todos caen en la trampa. Es tentador de más aprovecharse de una situación que no merecen y a la que no tienen ningún derecho.

Y es desmoralizador ver cómo tratan de ser algo más haciendo lo que les hace totalmente de menos. Más que nada porque no hay ni uno que se salve. La joven prometedora ha desarrollado una sociopatía de caballo y con razón porque las experiencias son traumáticas, la pérdida de fe en el hombre en sí mismo está justificada. E incluso en quien no es hombre. Sólo se perdona a quien muestra algo de arrepentimiento por algo que pasó y que aún no ha cerrado las profundas cicatrices. En esos actos absolutamente reprochables y deleznables no sólo hay un forzado deseo de doblegar voluntades, sino, también, un desprecio hacia la mujer que llega al asco. Y se van a encontrar con la horma de su zapato.

También hay otras personas que pecaron con el silencio, o con la indiferencia. Basta arrastrar una deslenguada fama para que la verdad se distorsione y el mundo de promesas se convierte en un infierno de mentiras. El precio a pagar es muy alto y, sobre todo, muy humillante. Y la venganza debe saborearse debidamente servida de un bufé muy frío. Tanto es así que, cuando se trata de superar ese odio visceral, el pasado y el presente parece que se alían y recuerdan todo lo que no se puede dejar atrás. Ya no hay nada que perder. Sólo la capacidad para darse cuenta de que, tal vez y de forma muy rara, la inteligencia sí que puede ser útil.

Carey Mulligan es mejor actriz cuando sugiere y sonríe sin sonreír. Y aquí está eminente, con una capacidad para contarlo todo sin decir nada que llega al escalofrío. La dirección de Emerald Fennel es sobria, salvo en una secuencia que no era en absoluto necesaria, pero es de justicia reconocer que el guión tiene ideas muy apreciables, sumergiendo al espectador en la angustia de la protagonista y, por supuesto, en sus océanos de mala baba que llegan a ser tremendamente disfrutables. El resultado es una película en la que uno se da cuenta de que, en efecto, la mujer es mucho más lista, mucho más paciente, mucho más sincera y mucho más compleja, en el mejor sentido de la palabra. Algo que, de todas formas, los hombres desprovistos de arrogancia y superioridad, ya tenían asumido hace bastante tiempo.

Así que sólo vale ponerse al lado de esta joven que siempre tiene la trampa preparada y que se convierte en una cazadora de abundantes estúpidos, que, sin duda, los hay y pululan con total libertad por las calles nocturnas. La tontería se ha instalado tanto en el entorno que ya resulta difícil identificarla y ésa sí que no tiene sexo. Las que callan y otorgan, los que actúan y desbarran, los que tapan sus delitos con auras rechazables de respetabilidad también son culpables y deberían de pagar con la afilada ironía de quien realmente es superior. Sin aspavientos. Sin eslóganes facilones. Sólo dando machete al que verdaderamente se cree macho y, sin dejar de sorprender, ni siquiera es consciente de ello.

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