Mason Skiles no ve más
rocas que los cubitos de hielo que se revuelven en su vaso de whisky. Ya lo
perdió todo en la tierra más inhóspita y ahora, cuando las cicatrices no se han
cerrado, tiene que volver al infierno. Fue un diplomático de cierta categoría,
pero ya es sólo un muñeco roto que se ha dejado los jirones de sí mismo
enganchados en el dolor. Debe regresar a Beirut para salvar a un viejo amigo y,
de paso, hacerle un favor a la CIA. Lo único que le queda porque, al fin y al
cabo, es lo que ha hecho durante toda su vida, es su talento para negociar.
Skiles sabe cuándo el otro miente, cuándo se está tirando un farol, cuándo hay
que esperar y, sobre todo, cuándo hay que arriesgar. En Beirut hay demasiados
jugadores en la mesa y él debe negociar con unos y con otros porque el trato es
liberar al hermano de un terrorista a cambio de su amigo de toda la vida que,
por otro lado, también tiene bastante información que podría perjudicar a unos
y a otros. Para Skiles, estirar la cuerda es algo normal y no hay que entrar en
pánico. Él no lo hace porque siempre tiene un vaso a mano, pero sabe que es
necesario mantener la calma, tratar de ver lo que se esconde detrás de la
jugada del contrario y actuar de una forma que nadie espere. No hay nada como
sorprender al rival en ese momento en el que no tiene mucho tiempo para pensar.
Al lado suyo, una
espía. Una chica que también tiene algo que perder en la operación y que no se
fía nada de ese borracho que ha perdido toda la dignidad por el camino. Es
imposible que un hombre así sepa moverse por las calles derruidas de Beirut en
el año ochenta y dos. El olor a cemento partido y a cadáver se extiende por
toda la ciudad y ese tipo está embalsamado en alcohol. No obstante, ve de cerca
cómo trabaja. Y no, no ha olvidado negociar, ni hacerlo a cuatro bandas, ni
presionar, ni retirarse con un golpe en la mesa esperando que el otro se
arrepienta y le invite a sentarse de nuevo. Ver a Mason Skiles en acción
resulta todo un espectáculo de anticipación y sangre fría. Es como ver a la misma
inteligencia trabajando.
Aunque la dirección de Brad Anderson es algo nerviosa, no se puede negar el brillante guión de Tony Gilroy en esta historia en la que se aprende cómo se mueven las negociaciones tras la cortina, los distintos movimientos de cada contendiente y el auténtico talento del hombre que sabe mediar en la diplomacia y en la guerra. Quizá un actor como Jon Hamm no sea el más carismático del mundo, pero el atractivo de su personaje compensa sus posibles carencias y, desde luego, está muy bien acompañado por Rosamund Pike y por el ladino Shea Whigham como esa mano negra que encierra la seguridad de que no hay buenos en la mentira. El rehén es una película que pasó desapercibida en su momento y, quizá, no lo merezca. Más que nada porque, con ella, sabremos cuáles son las líneas rojas que nunca hay que cruzar en una negociación.
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