Las vías del tren, muy
a menudo, son comparadas con la misma vida. Un lento e inexorable caminar hacia
adelante en el que puede pasar cualquier cosa. No importa si, en esta ocasión,
es un tren de alta velocidad o si el hilo conductor de todo es que nos
olvidamos del cariño para centrarnos en las cosas que menos merecen la pena. Lo
impensable ocurre. Y en este tren viaja la muerte en casi todas sus formas. Un
virus se escapa y el mundo comienza a derrumbarse mientras la máquina arranca.
El universo entero se reduce a unos cuantos vagones que son, a la vez, la
trampa y la salvación. Un puñado de supervivientes por vocación tratarán de
seguir en el camino. El resto será pasto de los monstruos.
En estas situaciones es
demasiado evidente que la unión hace la fuerza y siempre estará el egoísta de
turno tratando de salvarse sin pensar en los demás. La niña es sabiduría porque
llora al intuir que todos tratan de seguir vivos a costa de que otros mueran.
La belleza está en algún lugar del corazón, en algún último momento al borde
del abismo. Sólo ahí los condenados podrán darse cuenta de toda la suerte que
tuvieron y de todo el olvido que cometieron. Mientras tanto, las situaciones se
suceden con cierto vértigo. Por supuesto, hay algo estereotipado y manido, pero
también se configura una originalidad palpable. Tal vez porque el acierto mayor
de esta película está en que es más una película de aventuras que una de
terror.
Primorosamente cuidada
en algunas de sus secuencias, acudiendo a la vieja fórmula de que los muertos
vivientes son torpes, pero muchos, Tren a
Busan hace pasar a los viajeros por la angustia, por la creatividad, por la
valentía, por el sacrificio y por unas cuantas preguntas sobre el sentido de la
vida mientras se pasean por el mismo abismo de la peor de las muertes. Tal vez,
todo encaje cuando se canta una melodía como último agarradero de la esperanza.
O cuando se elige lo peor para que otros lleguen unos kilómetros más allá. La
oscuridad es una aliada. Los baños son un refugio. El valor es un minuto de
osadía. El silencio es el arrastre. Y el tren se alía misteriosamente con todas
las fuerzas del bien y del mal hasta que queda la misma esencia de todos los
conceptos.
Las horas de sangre se antojarán eternas en un viaje que, en el fondo, es muy corto en lo físico y tremendamente largo en lo moral. No se puede perder el rumbo y encontrarlo en la desesperación porque el dolor aparecerá inevitablemente. El daño que se produce al no pensar en los que nos acompañan es tan grande que llega a destrozarnos a nosotros mismos. Y el tren sigue y sigue. Como ahora mismo, que está en movimiento y seguimos sin aprender la lección. La codicia nos ciega y nos convierte en muertos vivientes aunque ni siquiera nos estamos dando cuenta. Y es tiempo de pisar el andén y encontrar algo más que un ser dispuesto a morder allí donde más duele.
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