martes, 6 de abril de 2021

GEORGE SEGAL: LA NATURALIDAD OLVIDADA

 

Si hay que destacar alguna característica de un actor como George Segal, tal vez habría que decir su naturalidad. Nunca forzaba la tuerca más de lo necesario, siempre se colocaba en una zona intermedia entre el tono bajo y la brillantez. Eso no quiere decir que fuera mediocre, ni mucho menos. No es fácil ser natural en la escena y abordar con garantías un puñado de papeles difíciles que, al fin y al cabo, trataban de retratar al hombre moderno, atribulado e indeciso de los años sesenta y setenta. Quizá por eso es un actor al que siempre merece la pena recordar, porque esa naturalidad de pasar por delante de la cámara como quien pasa por delante de una marquesina de autobús sea una virtud que ha quedado algo olvidada.

Procedente del medio televisivo, muchos sitúan su punto de partida en ese profesor universitario novato y perplejo, incapaz de reaccionar, oportunista y aprovechado que compuso para ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols que le reportó su única nominación para los premios de la Academia, en este caso, al mejor actor secundario. Sin embargo, Segal ya había dado algún aviso de talento en películas más que apreciables como Invitación a un pistolero, de Richard Wilson, y, sobre todo, en King Rat, de Bryan Forbes, una especie de vuelta al universo de La gran evasión desde una perspectiva exclusivamente británica que significo su primer papel protagonista al lado de un reparto muy destacable con nombres como James Fox, Tom Courtenay, Patrick O´Neal, Denholm Elliott, James Donald o John Mills. También estuvo entre el privilegiado elenco que Stanley Kramer consiguió reunir para El barco de los locos, película coral sobre un grupo de pasajeros en un trasatlántico que se dirige a Alemania en vísperas del auténtico horror que allí espera en los años treinta.

Después de la nominación, Segal se hace cargo de una curiosa película, muy en la línea del ambiente descrito en las novelas de John Le Carré, titulada Conspiración en Berlín, en la piel de un espía cansado, que no se siente apoyado por ningún lado y que debe sacrificar lo que quiere en una odiosa jugada del tablero de audacia y falsedad que siempre es la intriga internacional de los servicios secretos. Con guión de Harold Pinter y dirección de Michael Anderson, Segal compone un agente que parece llevar el peso del mundo sobre sus hombros y que, simplemente, se prolonga por inercia.

Se embarca en la que es, quizá, una de las producciones más caras de la factoría Corman, La matanza del día de San Valentín, al lado de Jason Robards y Ralph Meeker y se enfunda en la piel del aventurero más osado en la adaptación de Julio Verne La estrella del Sur, compartiendo reparto con Orson Welles y Ursula Andress en una adaptación notable y desenfadada. De ahí pasa a protagonizar una excelente película bélica como es la casi desconocida El puente de Remagen, de John Guillermin, al lado de actores de prestigio como Ben Gazzara, Robert Vaughn, Bradford Dillman, E. G. Marshall y Peter Van Eyck, pero llevándose la mejor parte de todo el bombardeo.

Con una consideración de estrella, empieza a compartir cartel con los nombres más rutilantes de la época, como es el caso de Barbra Streisand en esa rareza cómico-sexual que es La gatita y el búho, de Herbert Ross, o la excelente farsa de atracos Un diamante al rojo vivo, de Peter Yates, con Robert Redford en la cabecera de cartel. En un giro inesperado, el director Melvin Frank le ofrece un papel en el Reino Unido y se incorpora a Un toque de distinción, película que hoy permanece totalmente olvidada, pero que fue un gran éxito en la época por su desinhibición y humor al abordar un adulterio y que significó el segundo Oscar para esa gran actriz llamada Glenda Jackson.

Interesante fue su incursión en el género del thriller científico en El hombre terminal, de Mike Hodges y estupendo fue su trabajo a las órdenes de Robert Altman en la piel de un adicto al juego en California Split al lado de un inspirado Elliott Gould. Divertida y atinada fue su encarnación del hijo de Sam Spade en El halcón negro, de David Giler y, sin duda, una de sus mejores comedias fue Roba bien sin mirar a quién, de Ted Kotcheff, haciendo pareja con Jane Fonda y describiendo los apuros de un matrimonio en plena crisis económica y tratando de pasarse al mundo de los robos de zapatazo instantáneo.

La montaña rusa, de James Gladstone, fue la tercera película que se rodó con el sistema Sensorround y, quizá por ello, ha pasado por ser una cinta de catástrofes cuando, en realidad, tiene mucho más que ver con Hitchcock. Su interpretación del policía insistente y profesional fue sólida y también ha sido olvidada por el agujero negro del cine más comercial. Sin embargo, Pero ¿quién mata a los grandes chefs?, también de Ted Kotcheff, junto a Jacqueline Bisset es algo más recordada por su tono de sátira del mundo de la gastronomía con misterio incluido.

El éxito Un toque de distinción hizo que Melvin Frank volviese a reunir a George Segal y a Glenda Jackson en una especie de continuación titulada Un toque con más clase, aunque carecía de la frescura del original. Y no cabe duda de que fue interesante su reunión con Natalie Wood en La última pareja, una radiografía de la liberación sexual a través de los ojos de un matrimonio de lo más tradicional en un tono, naturalmente, de sonrisa permanente.

A partir de aquí, en 1980, la carrera de George Segal declinó ostensiblemente. Los años comenzaron a hacer mella en su rostro siempre visto con agrado y simpatía y fue condenado a papeles secundarios e, incluso, bastante irrelevantes. Aún nos deja alguna muestra de su estilo inconfundible en películas como Jugar duro, una de las más interesantes y olvidadas películas de Burt Reynolds; o el padre desaparecido de aquel éxito que fue Mira quién habla, de Amy Heckerling; y, por supuesto, su aparición como agente de una pareja de cómicos extraordinaria encarnados por Bette Midler y James Caan en esa belleza de película que es Ayer, hoy y siempre, de Mark Rydell, también muy olvidada. Prolonga su carrera apareciendo en un buen puñado de series y se le puede ver en un papel muy secundario en El amor tiene dos caras, de su vieja amiga Barbra Streisand, o como estrella invitada en la terrible 2012, de Roland Emmerich, o en el tremendo fracaso que supuso Un loco a domicilio, de Ben Stiller.

Lo cierto es que un pedazo de naturalidad tranquila se ha ido, dejándonos sin un héroe corriente al que agarrarnos. Conocedor de sus limitaciones, George Segal no dejó nunca de brindarnos lo mejor a través de algo parecido a la rutina, al día a día de cada uno de sus personajes. Su naturalidad, de ninguna manera, debería haber echado raíces en el olvido porque siempre se han necesitado actores como él.

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