martes, 20 de abril de 2021

ME CASÉ CON UNA BRUJA (1942), de René Clair

 

Una maldición arrastrada para toda la eternidad. Es lo que tiene cuando un puritano se pone a quemar brujas y hechiceros a diestro y siniestro. Luego resulta que el alma anda pululando por ahí y se reencarna en quien menos te lo esperas. Y el caso es que la bruja está para comérsela con pócimas y todo. La venganza sobre el último descendiente de aquel puritano impuro no puede ser más refinada. Descubre que el individuo se va a casar con alguien a quien no ama, así que, ni corta ni perezosa, se dispone a conquistarle para dejarlo más solo que la una en el último momento. Y ya se sabe. Las brujas, por muy brujas que sean, cuando utilizan sus armas de seducción, resultan más atractivas que una chica normal y de buena familia. Más aún si son rubias y dulces. Estas brujas…

Las conjunciones químicas del amor siempre provocan reacciones inesperadas. El humo y el hechizo forman parte del cortejo y, quizá, a veces, no sale todo exactamente como debería. En cualquier caso, hay que saber que casarse con una bruja no es tan malo si la tienes en el bote. Y es que ella es encantadora, perversamente ladina, atronadoramente atractiva y sustancialmente inteligente. Estas cualidades no sólo no se encuentran en cualquier mujer, sino que tampoco en cualquier bruja. Es el momento de perder la cabeza y entregarse en cuerpo y alma para que ella te acoja, te abrace, te queme y haga de ti un perfecto juguete en manos del libro de los conjuros. Sólo se tiene la certeza de que, cuando ella sonríe, el mundo parece más tenebroso, pero, a la vez, está lleno de misterios que apetece mucho desentrañar.

René Clair dirigió está comedia elegante con un maravilloso actor, de registros variados y que se desenvolvía perfectamente en terrenos divertidos, como Fredric March, un nombre incomprensiblemente olvidado hoy en día. Ella, como no podía ser de otra manera, es Veronica Lake que, detrás del flequillo, pone en juego un buen puñado de armas seductoras sin dejar nunca de lado un matiz ligeramente malvado. Ambos te llevan al convencimiento de que la delgada línea que separa el amor de la venganza es tan fina como el grosor de unos labios que estás deseando humedecer con los tuyos. Y que te lance tantos hechizos como quiera… ¡qué diablos!

Y es que cuando hombre cae cautivado por una mujer, ya no hace falta poner barrotes a su alma. Está preso para toda la eternidad. Sueñas con ella, anhelas estar junto a ella, el mundo se descompone en sólo cuatro letras como las de ella. Más allá sólo están las estúpidas convenciones sociales que, en la época moderna, son los sustitutivos más evidentes de las antiguas hogueras que, además de madera y fuego, estaban bien provistas de intolerancia. Lo más bonito de todo es que esta película te lo dice todo con una sonrisa en la boca. Y cuidado con ella, conquista de tal manera que te verás arrastrado al abismo del pecado y de la brujería más oscura. Se llama amor.

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