El
amor no siempre sigue por los caminos de lo más fácil. En su tortuosa
existencia, se puede detener para corromperse, para que lo imposible ocurra en
el peor de los sentidos, para que la nada se abra como un enorme e insondable
abismo por el que cualquiera se puede sentir atraído. Allí, en el fondo del
precipicio, es donde se hallan todos los sueños, todos los deseos y también,
tapando todo, los errores que se han cometido.
Así que es posible que
el éxito huya en determinado momento y comiencen a formarse nubarrones de
envidia que pueden llegar a tener más poder que el propio amor. El orgullo es
un temible infiltrado que se dedica a minar todos y cada uno de los resquicios
de ternura. La muerte no tarda en abrirse paso y entonces es cuando se inicia
un camino que no tiene vuelta posible porque ya no habrá ningún lugar en donde
el amor pueda descansar. Las lágrimas serán los testigos. La desesperación será
el juez.
La música, a menudo
algo repetitiva, se adentra en las situaciones más impensables. Un parto, un
interrogatorio policial, un monólogo que se supone cómico, un público deseoso
de carnaza. En medio de tanta melodía en la que también abunda el simple
recitativo, muere la pasión y la supervivencia se transmuta en un asesino que
acaba por descubrirse desde la inocencia. Ya no se puede cantar más. Ya no se
puede amar más.
Leos Carax es ese
cineasta francés al que, con razón, se ha acusado frecuentemente de intentar
buscar la originalidad en cada una de sus secuencias. Esto ya se dijo cuando se
estrenó la que, posiblemente, sea su
mejor película, Los amantes de Pont-Neuf,
y, en esta ocasión, ha vuelto otra vez al tema del amor corrompido, pútrido,
mal entendido y peor resuelto. Para ello ha contado con la siempre eficaz y comedida
Marion Cotillard y con el deliberadamente versátil Adam Driver, que ya demostró
cuánto podía dar de sí cuando interpretó fabulosamente el Being Alive, de Stephen Sondheim en Historia de un matrimonio. Aquí parece que quiere trascender y ahí
es donde Driver pierde muchos enteros porque se convierte en algo que, incluso,
llega a ser aburrido. Por lo demás, el espectador medio se pierde en la
propuesta porque no se espera una estructura de ópera-rock en la que, de forma
un tanto tramposa, el director hace avanzar la acción a través de diversos
apuntes a través de noticiarios del corazón para, después, detenerse hasta la
saciedad en subrayar la ansiedad y frustración de sus personajes.
Y es que el amor
siempre es muy difícil de describir. En esta ocasión, no cabe duda de que es
aquello que amarga cuando no se tiene y que, vorazmente, trata de hundir a los
que intentan ser mejores cada día. Por lo demás, hay algunas escenas de mérito,
algún que otro tema de cierta habilidad, ninguna coreografía porque todo es
cantado pero nada es bailado, veleidosas tendencias a lo metafóricamente
ingenuo y un buen uso y abuso de plantes de seguimiento frontales porque la
movilidad la ponen los actores que, eso sí, andan mucho de un lado a otro
mientras van desgranando por el pentagrama sus inquietudes. Se podría decir, de
alguna manera, que Carax ha querido aproximarse un tanto a las intenciones que
puso en práctica Lars Von Trier en Bailar
en la oscuridad.
Y, eso sí, puede que terminemos todos por darnos cuenta de que sólo dejamos de ser marionetas cuando nos libramos de aquellos que tratan de sacar provecho del supuesto amor que desean más que nada. Al fin y al cabo, es un sentimiento que admite tantas posibilidades que algunas pueden ser definitivamente nocivas.
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