lunes, 6 de septiembre de 2021

ANNETTE (2021), de Leos Carax

 

El amor no siempre sigue por los caminos de lo más fácil. En su tortuosa existencia, se puede detener para corromperse, para que lo imposible ocurra en el peor de los sentidos, para que la nada se abra como un enorme e insondable abismo por el que cualquiera se puede sentir atraído. Allí, en el fondo del precipicio, es donde se hallan todos los sueños, todos los deseos y también, tapando todo, los errores que se han cometido.

Así que es posible que el éxito huya en determinado momento y comiencen a formarse nubarrones de envidia que pueden llegar a tener más poder que el propio amor. El orgullo es un temible infiltrado que se dedica a minar todos y cada uno de los resquicios de ternura. La muerte no tarda en abrirse paso y entonces es cuando se inicia un camino que no tiene vuelta posible porque ya no habrá ningún lugar en donde el amor pueda descansar. Las lágrimas serán los testigos. La desesperación será el juez.

La música, a menudo algo repetitiva, se adentra en las situaciones más impensables. Un parto, un interrogatorio policial, un monólogo que se supone cómico, un público deseoso de carnaza. En medio de tanta melodía en la que también abunda el simple recitativo, muere la pasión y la supervivencia se transmuta en un asesino que acaba por descubrirse desde la inocencia. Ya no se puede cantar más. Ya no se puede amar más.

Leos Carax es ese cineasta francés al que, con razón, se ha acusado frecuentemente de intentar buscar la originalidad en cada una de sus secuencias. Esto ya se dijo cuando se estrenó la  que, posiblemente, sea su mejor película, Los amantes de Pont-Neuf, y, en esta ocasión, ha vuelto otra vez al tema del amor corrompido, pútrido, mal entendido y peor resuelto. Para ello ha contado con la siempre eficaz y comedida Marion Cotillard y con el deliberadamente versátil Adam Driver, que ya demostró cuánto podía dar de sí cuando interpretó fabulosamente el Being Alive, de Stephen Sondheim en Historia de un matrimonio. Aquí parece que quiere trascender y ahí es donde Driver pierde muchos enteros porque se convierte en algo que, incluso, llega a ser aburrido. Por lo demás, el espectador medio se pierde en la propuesta porque no se espera una estructura de ópera-rock en la que, de forma un tanto tramposa, el director hace avanzar la acción a través de diversos apuntes a través de noticiarios del corazón para, después, detenerse hasta la saciedad en subrayar la ansiedad y frustración de sus personajes.

Y es que el amor siempre es muy difícil de describir. En esta ocasión, no cabe duda de que es aquello que amarga cuando no se tiene y que, vorazmente, trata de hundir a los que intentan ser mejores cada día. Por lo demás, hay algunas escenas de mérito, algún que otro tema de cierta habilidad, ninguna coreografía porque todo es cantado pero nada es bailado, veleidosas tendencias a lo metafóricamente ingenuo y un buen uso y abuso de plantes de seguimiento frontales porque la movilidad la ponen los actores que, eso sí, andan mucho de un lado a otro mientras van desgranando por el pentagrama sus inquietudes. Se podría decir, de alguna manera, que Carax ha querido aproximarse un tanto a las intenciones que puso en práctica Lars Von Trier en Bailar en la oscuridad.

Y, eso sí, puede que terminemos todos por darnos cuenta de que sólo dejamos de ser marionetas cuando nos libramos de aquellos que tratan de sacar provecho del supuesto amor que desean más que nada. Al fin y al cabo, es un sentimiento que admite tantas posibilidades que algunas pueden ser definitivamente nocivas. 

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