El psiquiatra Martin
Dysart habla a la cámara y parece que su charla no tiene fin. Quizá no le guste
demasiado hurgar en las mentes de los demás porque, en el fondo, lo único que
consigue es descubrir cosas de sí mismo que no le gustan demasiado. Puede que
las soluciones que él ofrece tampoco sean remedios de valor. Tuvo que hacerse
cargo de un caso extremo y terrible. Un chaval de diecisiete años que cegó a
seis caballos en un establo. Tal vez lo hizo porque quería liberarse de las
cadenas que la misma existencia va sembrando en la vida. Dysart no entabló
contacto con él de forma fácil. Intentó una cosa, luego, otra. Y al final, un
juego fue la llave. Una especie de quid
pro quo en el que cada uno respondía las preguntas del otro. Un ajedrez
oral que dependía, más que nunca, de la astucia y de las defensas del
contrario. Y en esos baluartes se halla la religión y el ateísmo, fuerzas
antagónicas encarnadas, con un punto de fanatismo, por los padres del muchacho.
Sin embargo, algo llama la atención en el médico. El chaval se siente atraído
por los puntos más violentos de la Biblia. Al mismo tiempo, el psiquiatra saca
a la luz sueños de sacrificio en los que él oficia de sumo sacerdote. Y se
esconde detrás de la vocación para ocultar que, en realidad, él también se está
psicoanalizando.
Los caballos, como
símbolo de fuerza y resistencia, también pueden ejercer una extraña atracción
sexual para un chico que no tiene asideros emocionales. En su mente enferma, la
obediencia y la esclavitud aparecen en su deformación y ese puede ser un modelo
en el que quedarse enganchado para dar rienda suelta a sus represiones, a sus
miedos, a su descubrimiento de la sexualidad, a su decidida inadaptación. Quizá
ciegue a los caballos en un acto de inusitada crueldad sólo porque han sido
capaces de ver, explorar y violar su alma…igual que lo hace Dios.
Martin Dysart vuelve a
hablar a la cámara. En el fondo, expresa su desolación por el fracaso, porque
sabe que no ha podido curar al chico y que su trabajo no ha servido para nada. Incluso
duda de que alguna vez sirva para algo. Y nos mira. Nos mira muy fijamente. En
su rostro, hay algo de verdad, pero también algunos rasgos de fraude. Nada ha
salido como esperaba y lo mejor es terminar con la película. De alguna manera,
así también nos ciega porque hemos tenido la osadía de mirar en su alma. Él nos
condena. Él se condena.
La última prodigiosa interpretación de Richard Burton se resume en ese último plano mirando a la cámara. Diciendo mucho más que con las palabras. Atravesando con sus ojos la verdad que nunca quiere ser contada. Aquello que debe quedar encerrado en las paredes de la carne que rara vez se abre para ser mostrada. El dolor forma parte de cualquier acto y es difícil identificarlo. Dios nos ve. Dios nos juzga. Dios nos hace. Dios nos enloquece.
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