Nadie
ha podido calcular con exactitud cuál es el valor de una vida. Resulta casi
ridículo ceñirlo todo a una estúpida fórmula matemática basada en los ingresos,
los seguros suscritos y la situación familiar. Sin embargo, basándose en una
triquiñuela legal como es el hecho de sacar una ley por procedimiento de
urgencia con el fin de evitar la quiebra económica del Estado en los juzgados,
tal vez sea mejor aceptar los ceros que se ponen a la muerte e intentar pasar
página. A pesar de los abogados.
Uno de esos picapleitos
era Kenneth Fainberg, un sibarita amante de la música clásica, especialista en
la negociación de juicios civiles que fue encargado de indemnizar a todas las
familias que perdieron a alguien en el 11-S. Fainberg se descubre aquí como un
hombre que, al principio, se muestra torpe, inseguro, dando palos de ciego
dentro del marasmo legal en el que se ve metido para que las cosas sean lo más
justas posibles. No tiene palabras para dar apoyo. Sólo tiene fórmulas legales para
la convicción de sus interlocutores. No obstante, Fainberg evolucionó hacia
posturas más humanas y supo que renunciar a algo en lo que se cree, en cierto
modo, también es estar muerto.
Desde luego, Fainberg
tuvo que lidiar con un buen puñado de casuísticas impensables dentro de las
casi tres mil víctimas de aquel malhadado día. Era muy difícil encontrar el
encaje legal para todas las situaciones y lo consiguió en su mayoría aunque
también tuvo que afrontar algún fracaso. Por ello, se bajó del escalón en el
que se aupaba su apoyo en los textos legales y buscó soluciones sin quebrantar
la legalidad vigente. Tal vez por eso llegó a ser convincente y las personas
que no se fiaban de él porque llevaba chaqueta y corbata comenzaron a poner
gran parte de su dolor en sus manos. Ahí es donde Fainberg consiguió hacerse
grande y encontró la manera de que ese dolor no pasara, pero se compensara algo
por pasarlo.
No cabe duda de que
gran parte de esta película se apoya en la excelente y muy expresiva
interpretación de Michael Keaton en la piel de ese abogado íntegro y alejado
del cariño que, poco a poco, va tomando conciencia de su condición de ser
humano que tiene la obligación de implicarse. La historia plantea puntos de
enorme interés, pero también se desliza por los terrenos de lo farragoso,
costándole avanzar en algún momento. Stanley Tucci en la piel de ese opositor
ausente de ira también ofrece instantes de altura y la dirección de Sara
Colangelo es eficaz en conjunto. Lo cierto es que, aún así, sólo se puede suponer
el enorme dolor de aquellos que perdieron a sus seres más queridos en un día
infame, que cambió el rumbo de todo y de todos y que ha permanecido siempre en
la memoria de los que, atónitos, no podíamos dar crédito a lo que veíamos a
través de la televisión.
Así que… ¿en cuánto valorarían una vida? A pesar de todo, eso puede tener una respuesta más allá del pensamiento siempre idealista de que cada vida es única y no es posible que llegue a estar cuantificada. Vivimos tiempos tan tristes como todo eso. Y, a nuestro lado, puede que haya alguien al que le encante discutir en medio de la noche y, a pesar de ello, hacernos ver que la vida está por encima de cualquier otra consideración. Incluso la económica. Incluso la legal. Incluso aquella que es inesperada. Como el grito que se oyó en la ciudad que nunca duerme una mañana del mes de septiembre del año 2001.
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