El
maldito enemigo siempre parece ser el mismo espíritu de la contradicción. En
muchas ocasiones, deseamos que pase rápido, como una exhalación, porque apenas
podemos esperar el momento siguiente. Con la edad adulta, siempre pasa lo mismo.
Nos falta. Intentamos sacarlo de debajo de las piedras, pero se muestra
escurridizo y esquivo. No quiere deleitarnos con sus minutos, ni darnos un
respiro con sus segundos. Es el tesoro que se halla continuamente en
movimiento, sin ninguna marca posible que nos indique en el mapa de pulsera
dónde se encuentra. Maldito, siempre maldito.
Y, tal vez, lo que nos
quiera decir con su incesante y monótono golpeteo es que no debemos malgastarlo
pensando en el futuro y, ni mucho menos, retenerlo volviendo al pasado. El
enemigo desea el enfrentamiento del ahora, del aquí, del impredecible instante
que se irá huidizo para traer otro que no tiene por qué ser igual. Por
supuesto, también es amigo de la arruga, del achaque, de la duda, del declive,
del olvido, de la indecisión y va a poner todas esas amistades en juego para
que cada vez sea más difícil el instante siguiente. Ahora, aquí, repite. Y las
horas caen como años. Y los años son sentencias. Por muchas distracciones que
se intenten. Por muchos recuerdos que se pierdan.
M. Night Shyamalan ha
puesto en pie un argumento demoledoramente atractivo que se ve seriamente
amenazado por algunas salidas de tono de las que podría haber prescindido sin
demasiados problemas. Aún así, su premisa inicial es tan potente que puede con
las explicaciones incompletas, con las dudosas lógicas, con los silencios sin
acotaciones y con alguna que otra tontería de libro. A su favor, unas cuantas
secuencias muy poderosas, cortadas por la caída en lo grotesco, diálogos que
reflejan a la perfección el paso de la infancia a la madurez (“antes veía pocos colores, pero eran muy
intensos. Ahora veo muchos más colores, pero sin tanta intensidad”), y
algún que otro hallazgo narrativo interesante. También hay bastante mediocridad
y lo que podría haber sido una película terriblemente absorbente pasa,
simplemente, por una historia un poco más que aceptable. También suele ser una
consecuencia directa del paso implacable del enemigo. Las ideas ya no son las
mismas.
Así que no cabe duda de que ese enemigo se ceba con ganas en las poses forzadas de la belleza de plástico, de que no tiene piedad en su paso y que, por aquellos milagros magnéticos de no se sabe muy bien qué procedencia, se puede acelerar en su conteo. La experiencia parece que crece y ya no se sabe muy bien por qué hay que salir de la playa, por qué no se puede vivir ese momento, por qué la vida se parece tanto a un lento discurrir de acontecimientos que pasan por delante de todos nosotros sin que lleguemos a atraparlos. Puede que haya una respuesta a todo ello y es posible que ustedes estén pensando en ella. Sólo hay una cosa que puede sobreponerse al enemigo y es el amor. El amor de cualquier clase, siempre que sea el auténtico, el de verdad, ese que nada ni nadie puede falsear por mucho que las agujas del reloj sigan avanzando. Y ese amor, precisamente ése, es el que también susurrará el mismo mensaje que lanza el enemigo a cada segundo. Hic et Nunc. Aquí y ahora. El resto, si somos sinceros con nosotros mismos, carecerá de toda importancia.
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