No es casualidad que el
hombre más encerrado del mundo se dedique a estudiar los pájaros. Tal vez
porque, en toda la Creación, no hay animales más libres. Lo cierto es que
Robert Stroud ve años desde su celda desnuda y no tiene más ansia que repetir
un día tras otro de la misma forma, con la misma rutina, con las mismas horas,
minutos y segundos. Hasta que un pequeño pájaro cae de su nido y él lo recoge
en el patio aislado en el que puede pasear media hora todos los días. Eso
cambia su mundo. Comienza su pasión por la ornitología, su naturaleza violenta
se atenúa, investiga los secretos de la vida y de la muerte y cada día se
diferencia del anterior porque todos ellos guardan un descubrimiento. Y él
mismo es como un pájaro. Los años pasan y ya no quiere salir de su celda. Ya
tiene más miedo si está fuera que si está dentro. Escruta la anatomía de las
aves, estudia sus patologías, pide ampliación de su celda para que quepan más
pájaros. Así es cómo vive la libertad. Esa misma que nunca volverá a probar.
Sin embargo, Robert
Stroud consigue ser libre a su manera. Él lo estudia todo y ve libertad en el
vuelo de una gaviota, o en la ilusión de un guardián, o en las aguas de una
cárcel, o en la impetuosa juventud de un advenedizo. La regeneración es
posible, pero falta una cobertura legal para algo que es natural en cualquier
ser humano. El perdón existe, pero hay que dejarlo por escrito. Y para eso,
hace falta voluntad. La misma que él ha tenido para desarrollar un puñado de
fármacos para los pájaros, la que ha tenido para cambiar todos y cada uno de
los días de su vida tras las rejas, la que ha tenido para detenerse
minuciosamente en la morfología y enfermedades de las aves. El hombre pájaro
siempre estuvo en su jaula.
Es cierto. Robert
Stroud no era ningún santo. Ni mucho menos era el personaje que aquí nos
retrata de forma magistral Burt Lancaster. Era un hombre violento, con rasgos
psicopáticos, absolutamente engullido por la espiral de su propio carácter.
Estaba muy lejos del preso obediente y tranquilo que llega a ser en esta
película. Y aún así, da igual. Es una gran historia. Estamos con él para lo
bueno y para lo malo y comprendemos que el sistema penitenciario, en muchas
ocasiones, está cojo, porque niega asistencia a quien realmente lo merece. Ése
es el objetivo de El hombre de Alcatraz.
Y lo consigue con creces. Tal vez, Robert Stroud hubiera sido otro hombre si
hubiese recibido asistencia psicológica. Tal vez, se hubiera ajustado más a
este retrato. Sí, es el cine el que debe parecerse, pero es posible que, en
esta ocasión, tendría que haber sido al revés.
Y es que hay películas que saben extraer el cariño que llevamos dentro y nos lo colocan delante, diciendo unas cuantas verdades por el camino, y creyendo que, en realidad, todos los que tenemos la fortuna de asistir a ella, tenemos algo valioso en nuestro interior.
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