lunes, 20 de septiembre de 2021

EL HOMBRE DE ALCATRAZ (1962), de John Frankenheimer

 

No es casualidad que el hombre más encerrado del mundo se dedique a estudiar los pájaros. Tal vez porque, en toda la Creación, no hay animales más libres. Lo cierto es que Robert Stroud ve años desde su celda desnuda y no tiene más ansia que repetir un día tras otro de la misma forma, con la misma rutina, con las mismas horas, minutos y segundos. Hasta que un pequeño pájaro cae de su nido y él lo recoge en el patio aislado en el que puede pasear media hora todos los días. Eso cambia su mundo. Comienza su pasión por la ornitología, su naturaleza violenta se atenúa, investiga los secretos de la vida y de la muerte y cada día se diferencia del anterior porque todos ellos guardan un descubrimiento. Y él mismo es como un pájaro. Los años pasan y ya no quiere salir de su celda. Ya tiene más miedo si está fuera que si está dentro. Escruta la anatomía de las aves, estudia sus patologías, pide ampliación de su celda para que quepan más pájaros. Así es cómo vive la libertad. Esa misma que nunca volverá a probar.

Sin embargo, Robert Stroud consigue ser libre a su manera. Él lo estudia todo y ve libertad en el vuelo de una gaviota, o en la ilusión de un guardián, o en las aguas de una cárcel, o en la impetuosa juventud de un advenedizo. La regeneración es posible, pero falta una cobertura legal para algo que es natural en cualquier ser humano. El perdón existe, pero hay que dejarlo por escrito. Y para eso, hace falta voluntad. La misma que él ha tenido para desarrollar un puñado de fármacos para los pájaros, la que ha tenido para cambiar todos y cada uno de los días de su vida tras las rejas, la que ha tenido para detenerse minuciosamente en la morfología y enfermedades de las aves. El hombre pájaro siempre estuvo en su jaula.

Es cierto. Robert Stroud no era ningún santo. Ni mucho menos era el personaje que aquí nos retrata de forma magistral Burt Lancaster. Era un hombre violento, con rasgos psicopáticos, absolutamente engullido por la espiral de su propio carácter. Estaba muy lejos del preso obediente y tranquilo que llega a ser en esta película. Y aún así, da igual. Es una gran historia. Estamos con él para lo bueno y para lo malo y comprendemos que el sistema penitenciario, en muchas ocasiones, está cojo, porque niega asistencia a quien realmente lo merece. Ése es el objetivo de El hombre de Alcatraz. Y lo consigue con creces. Tal vez, Robert Stroud hubiera sido otro hombre si hubiese recibido asistencia psicológica. Tal vez, se hubiera ajustado más a este retrato. Sí, es el cine el que debe parecerse, pero es posible que, en esta ocasión, tendría que haber sido al revés.

Y es que hay películas que saben extraer el cariño que llevamos dentro y nos lo colocan delante, diciendo unas cuantas verdades por el camino, y creyendo que, en realidad, todos los que tenemos la fortuna de asistir a ella, tenemos algo valioso en nuestro interior.

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