jueves, 24 de febrero de 2022

CODA (2021), de Sian Heder

 

Ruby es una chica que, cuando canta, saca y remueve todo lo que se almacena en su interior y que, de alguna manera, a través de la música, consigue elevarse por encima de una vida que la obliga a mantener un determinado papel. Ella es una nota dentro del pentagrama y quiere sonar en clave de mi y no en la clave en la que las circunstancias mandan. Al fin y al cabo, es la única persona que oye y habla en una familia de sordomudos y ella ha sido el enlace de todos con el mundo exterior.

Así, pues, quiere formar parte de un coro. Y tiene una voz que parece de ángel porque modula con sentimiento, tiene sentido de la vibración de la voz en el soul, hace que todo parezca diferente para quien tiene el privilegio de escucharla. Sólo sus padres y su hermano no la escuchan. Son pescadores, están acostumbrados a sufrir y a trabajar muy duro y el único futuro que ofrecen a Ruby es sufrir y trabajar como ellos. Y Ruby merece algo más porque parece que la música se enamora de ella, es algo natural, químico, sentimental y único. Sus tonalidades son codas que deberían repetirse. Su técnica, aprendida poco a poco, se descubre como casi perfecta porque tiene cualidades para ello. Y la vida, cicatera y terca, se empeña en condenarla a llenar contenedores de pescado, venderlo en la lonja, salir muy temprano y decir siempre que no.

Emily Jones, en la piel de Ruby, se descubre como una excelente actriz y cantante, atractiva en todas sus actitudes, a pesar de ser sólo una adolescente que, a cada día, tiene más claro lo que quiere ser. No deja de amar a su familia porque también son divertidos, escandalosos, algo rebeldes con toda esa gente que, desde siempre, se han obstinado en señalarles y dejarlos en un aparte. Sus gestos dicen tanto como sus diálogos. Su forma de decir las melodías parecen notas caídas del cielo. Es alguien que merece su propia clave, de su invención, de su arrolladora personalidad. Y si alguien no la escucha, sólo tiene que ver las caras de los demás cuando sus notas penetran en sus oídos. Ella rompe con el silencio, al que conoce demasiado bien, y llena de color la existencia. Entre otras cosas, porque siempre ha tenido amor a su alrededor. Y quiere aprovechar esa última oportunidad que muy pocos tienen.

Sian Heder, la directora, realiza un espléndido trabajo para conjugar en una sola historia la familia, la música y los sueños, llegando a emocionar en algunos de sus pasajes sin acudir a la espectacularidad o a la lágrima fácil. Basándose algo lejanamente en La familia Belier, de Eric Lartigau, Heder articula un drama en el que es inevitable removerse al son de algunas canciones, al corte del aire de algunos gestos, a la emoción de algunas palabras. El resultado es una película muy notable, que no decae en ningún momento, con interés, con inquietudes de adolescente y certezas de madurez, con días interminables que comienzan a las tres de la mañana y que se convierten en verdaderos campos de batalla para vencer al sueño, a las convenciones, a la vehemencia del profesor de turno, a la experiencia de unos padres que han sufrido los apuntes de demasiados dedos en su dirección. Al fin y al cabo, por alguna razón que linda con la estupidez, muchos han creído que no tener la capacidad de oír y de hablar disminuye la inteligencia de las personas. Puede ser, incluso, al revés.

Sin miedo, agarren la partitura que les ofrecen en esta historia. Traten de sacar lo mejor para que la música realice, en su plenitud, su objetivo de ensanchar el espíritu y hacer del mundo un lugar algo más bonito para todos. Hablen, callen, vean, escuchen o silencien. Todos, absolutamente todos, tenemos una melodía que nos sale del corazón y que guía nuestros torpes movimientos con el fin de lograr un mañana que sea algo mejor. 

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