Hércules
Poirot surca las aguas del Nilo en medio de un lujo envidiable porque, en el
fondo, en esos ambientes de poder y distinción, trata de olvidar lo que un día
sintió, mucho más allá de todas sus intuiciones que tantas vidas salvaron. En
sus ojos escrutadores, se halla la observación más minuciosa de cuanto acontece
y sabe saltar, con singular habilidad, sobre la hipocresía y las mentiras que
también proliferan entre la seda y la opulencia. Egipto, mientras tanto, espera
con sus piedras milenarias que, desde la cima de sus impresionante pirámides,
hace que el tiempo sea apenas un período que no merece su nombre.
Kenneth Branagh ha
moderado y modelado mejor su discurso con esta película que con todos los
despropósitos que cometió con la nefasta Asesinato
en el Orient Express. Es verdad que la primera versión de esta historia era
manifiestamente mejorable y que le resulta más sencillo superar al original. No
es menos cierto que se empeña en dotar de algunos rasgos al inmortal detective
creado por la pluma de Agatha Christie que resultan poco menos que desconocidos
y ligeramente delirantes, pero no cabe duda de que el envoltorio es
avasallantemente atractivo, con un Egipto primorosamente fotografiado, una
banda sonora muy cuidada del gran Patrick Doyle y un reparto que, si bien no
contiene ningún nombre del firmamento de estrellas, es aceptable y realiza una
labor más o menos en consonancia con algún chirrido fuera de lugar.
También es evidente el
esfuerzo de Branagh por ofrecer variaciones sobre la historia, eliminando
algunos personajes, fusionando varios en uno o cambiando totalmente el enfoque
sobre ellos. En esta ocasión, todo se acepta mejor, con una cierta sensación de
agrado en el ambiente, saboreando las tranquilas aguas del Nilo que esconden un
infierno de crueldad y traición que se traslada a bordo de ese vapor que oculta
todo un entramado de intereses alrededor de la víctima y que hace, por
supuesto, que todos estén bajo la sospecha. No se preocupen, Hércules Poirot lo
resolverá todo, aunque no sea completamente el Poirot que siempre hemos
conocido.
Con ideas de dirección
brillantes, como una yuxtaposición de imágenes que sólo puede hacer un maestro,
Branagh también cae en uno de sus peores defectos, como puede ser la obsesión
por hacer un gran espectáculo incluso en las escenas más inocuas. La tuerca de
la emoción, a veces, también está demasiado apretada y, quizá, tanto lujo sólo
puede traer más sangre que lágrimas. El sol cae en el horizonte egipcio, los gritos
de horror se oyen en las quietas aguas del río, morir es sólo la cara que se
quiere ver de la moneda y los fantasmas del pasado también llaman a la puerta.
Hércules Poirot no cedía con tanta facilidad a las debilidades humanas, por
mucho que fuera un maestro en la lucha contra el crimen. En la arena se dejan
huellas y en el agua se hunden las pruebas. Pasen y vean. El lujo se va a bañar
en un lago de asesinatos.
Del resto del reparto, a mucha distancia de todos los demás, hay que destacar el estupendo trabajo de Annette Bening al tiempo que hay que reafirmar lo forzado que parece Armie Hammer como amante perfecto de sonrisa deslumbrante. A pesar de algún baile fuera de época y de algún que otro exceso escénico, el planteamiento y la explicación de parte del pasado de Poirot, aunque totalmente nueva, tampoco molesta demasiado. Ya se sabe que en las trincheras se dejó lo mejor de los hombres y que el amor muere si no hay visos de verdad. Todos a bordo. El crimen va a partir.
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