Una
mujer llega a una isla griega para pasar unas tranquilas vacaciones veraniegas.
El aire es cristalino, el agua es una invitación, la tranquilidad es una
obligación y el tiempo es una parada. Su naturaleza la inclina hacia la
observación, hacia una extraña actitud de inhibición hacia las cosas que pasan
por delante de ella. Y es posible que, echando una mirada a su interior, esa
mujer guarde una rabia casi patológica porque buscó con ahínco la felicidad y
sólo consiguió que todo fuera un poco más miserable.
Todo fue porque se
mostró incapaz de conciliar sus deberes como madre y su prometedora carrera
profesional dentro de los ambientes universitarios. Puede que, allí, en la
playa, observe en la distancia la dedicación que se pone en los niños y que
ella decidió huir para realizarse como persona. Y, entre medias del
arrepentimiento y de la evidencia de que no podía hacer otra cosa, asomen las
lágrimas a sus ojos, o las sonrisas, o ambas cosas. En un paraíso griego puede
que las cosas no sean demasiado nítidas y ella tenga algo de confusión
incrustada en su alma. Tanto es así que, incluso, puede realizar una pequeña
intervención para que los demás no sean tan felices, o, al menos, no se
regodeen en esa supuesta felicidad.
Maggie Gyllenhall,
actriz de probada competencia, se aventura en esta ocasión detrás de las
cámaras basándose en una novela de Elena Ferrante y no cabe duda de que es una
historia que crece en la comprensión del espectador femenino. Tal vez porque
muchas sintieron lo mismo que esa protagonista interpretada con absoluta
solvencia por Olivia Colman y no se atrevieron a dar el paso. Tal vez porque
ellas también se sientan en una tumbona, absortas en sus cosas rutinarias, y
experimenten una división a medio camino de la envidia por las risas ajenas que
no se pudieron disfrutar y de la satisfacción de haber dado un paso de valentía
para realizarse como mujeres. En cualquier caso, dentro de un dilema que no
deja de ser apasionante, la película tiene momentos un tanto morosos, con algún
fleco de conducta en el que no se deja de describir la contradicción a la que
tan aficionadas son de vez en cuando. Sin embargo, en algún lugar de su corazón
sigue existiendo ese juego tonto que acabó por brindar tantos momentos mágicos
compartidos con ojos de ilusión y gestos de infancia. Por otro lado, no deja de
ser algo frustrante contar con Ed Harris para un papel en el que el actor trata
de sacar lo mejor de sus breves apariciones, pero que, a la postre, no deja de
interpretar a un personaje bastante insustancial, sin peso y, por tanto, sin
demasiada importancia.
Y es que todas parecen haber perdido una muñeca en algún rincón de sus vidas. Una muñeca que nunca pudieron olvidar porque debió de convertirse en confidente, amiga, compañera y paño de lágrimas. Los años pasan, implacables, y los ojos se convierten en espías de vidas ajenas para establecer una inútil comparación que no va a ninguna parte. Tal vez estaría bien volver a sentir el amor. O haber aprovechado el que se tuvo. O haber conservado el más importante porque, cuando se llega a la maternidad, la palabra “yo” deja de existir, la felicidad alcanza la metamorfosis y ya no es la misma aunque puede ser igualmente gratificante, el tiempo escasea en todos y cada uno de los gestos del día a día, las líneas que deben ser leídas apenas llegan a ser ojeadas y, al final, lo único que queda es la capacidad de seguir destilando cariño en una conversación intrascendente, sólo para mandar un buen puñado de mensajes subliminales en los que se intercala con insistencia todos los “te quiero” del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario