No
deja de ser extremadamente curioso que un director como Roland Emmerich entre
en los preceptos de lo que, de modo pedante, se ha dado por llamar política de autor, al insistir una y
otra vez en los mismos temas a lo largo de su destructora filmografía. El fin
del mundo parece ser una obsesión que salpica todas sus películas en sus
diferentes estilos y maneras para intentar responder a la pregunta sobre si la
raza humana merece ser salvada o no. Eso sí, la respuesta nunca podrá ser
demasiado seria.
Y es que Emmerich, un
individuo que perdió la vergüenza hace muchos años, no duda en poner en juego
un argumento delirante, que, a cada minuto, va más allá en la imaginación
grotesca y, sin duda, humorística, a la caza de lo imposible que, además, es
impensable. Intentando superar las teorías terraplanísticas, ahora resulta que
la Luna se sale de su órbita porque es una megaestructura (al estilo, podríamos
decir, de una gigantesca Estrella de la
Muerte) realizada por una raza superior que, al fin y a la postre, también
es la creadora de la raza humana. Por supuesto, abundan los tópicos con los
militares malvados hasta la médula que todo lo arreglan con unas cuantas
cabezas nucleares, los héroes desencantados, las heroínas desorientas y uno de
los personajes más desquiciados de toda la ciencia-ficción como es el que
interpreta John Bradley en la piel de un falso doctor en astronomía que acierta
cada vez que abre la boca.
Lo que de verdad es
imposible es acercarse con un mínimo de seriedad a todo este rosario de
destrucciones gigantescas. No es difícil imaginarse alguna de las reuniones de
producción de este engendro con los asistentes fantaseando con arrasamientos,
explosiones de magnitudes fuera de escala y con explicaciones científicas que
harían sonrojar a un párvulo de laboratorio Quimicefa. Si cualquier valiente se
atreve a relajar el gesto de la boca y asumir la barbaridad que se le ponga por
delante, el rato llega a ser hasta soportable. Si, además, se ejercitan labores
de observación, se podrá comprobar cómo una actriz que suele ser competente
como Halle Berry se encuentra incómoda interpretando una
científica-piloto-astronauta-madre al lado de Patrick Wilson que parece que
asimila desde el principio el festival de artefactos y artificios como una
broma parecida a la de un niño dentro de una juguetería sin competencia de sus
adláteres.
Por otro lado, algunas escenas cantan ópera desafinada al descubrirse de lejos los efectos CGI, algo que choca con el cuidado, siempre desbocado, con el que se han realizado otras de acabado más que digno. Sin embargo, damas y caballeros, el director Roland Emmerich (muy, muy lejos de la que tal vez sea su mejor película, Midway, tal vez porque ahí tenía que atenerse a algunos hechos que frenaban su afán apocalíptico) tampoco duda en incluir una constante en su carrera como es la consabida y mil veces vista ola gigante que llega a todas partes para ver si todo acaba de una vez. Haciendo gala de un sentido autocrítico, resume toda la película en la frase que uno de sus personajes dicta como parte integrante y fundamental de toda su conducta: “Mi madre siempre ha dicho que es mejor pedir perdón que pedir permiso” y Emmerich, tal vez, sólo tal vez, se haya aplicado esta máxima. No ha pedido permiso a nadie para hacer este producto tan lunático y, en el fondo, pide perdón por la osadía de reírse de ese mismo mundo que, de momento, sigue salvándose.
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