Hay
que reconocer que existen películas que lo entregan todo al espectáculo y se
convierten en un espectáculo de entretenimiento que, algunas veces, merece la
pena. Por supuesto, existe el peligro del exceso y de la delirante incredulidad
acerca de cosas que resultan demasiado imposibles dadas las reglas que ha
impuesto la propia narración. Todo está perdonado si se consigue matar un par
de horas, dejando de pensar en los problemas propios y vibrando, a ratos, con
los avatares de esos protagonistas que ya, en sus trazos, son meros
estereotipos.
Uncharted
contiene algunas virtudes muy destacables dentro de su condición de película de
acción pura y dura, que además no pretende ser otra cosa. Una de ellas es que
algunas de sus secuencias más espectaculares están bien rodadas, especialmente
al principio. Otra es que tiene vocación de historia que navega en los
procelosos mares de la fantasía histórica y eso hace que, tal vez, se acerque
más al espíritu de La búsqueda que al
del mil veces mentado Indiana Jones. Entre otras cosas, carece de una
iconografía tan inolvidable como la del héroe algo inseguro del látigo y el
sombrero. Por otro lado, también tiene algún que otro defecto, como esa
tendencia al exceso, en algunos momentos, saliéndose de los límites, aunque se
aceptan sin demasiados problemas. Más que nada porque la recompensa está ahí y
se pasa un rato volando, o navegando, o escarbando, o sufriendo traiciones, o
recibiendo golpes, o yéndose al vacío. Y eso, en tiempo de desquicie casi
asegurado, ya es mucho.
En el apartado
interpretativo, que se circunscribe prácticamente a quién recibe mejor los
golpes o quién dice la frase más sentenciosa, hay que destacar que Tom Holland
consigue hacer olvidar a los amantes del video juego que su protagonista es más
maduro. Le pone entusiasmo, habilidad y unas leves dosis de encanto cínico.
Suficientes como para no echar de menos a un hombre con más pelo en pecho. Mark
Whalberg cumple bien, dentro de sus habituales limitaciones, para poner en pie
a ese mentor, experimentado y ligeramente despreciable, que acompaña y guía al
héroe. Antonio Banderas, por su parte, vuelve a ese subrayado interpretativo
que ha sido su principal defecto en muchas de sus actuaciones. Nunca ha sido
tan evidente como en él aquello de que menos es más.
Habrá que trepar por rocas flotantes para poder prolongar durante unos minutos la agonía y volver a rememorar cuándo empieza todo, cuándo el destino estaba dibujado en un mapa que parecía marcar con una equis dónde estaba el oro de Magallanes robado por el cruel Capitán Elcano. El mundo es un pañuelo estampado con tierras y mares y hay que descifrar la latitud y la longitud de un tesoro que iba más allá de lo imaginable. Pecios como cuevas, Barcelona fotografiada con un enorme cariño, Tinajas que esconden lo impensable, una mirada hacia la elección que supone dar preferencia a la conciencia o a la ambición, persecuciones, caídas, cromas que cantan poco, millonarios a la caza de una recompensa ancestral, ojos que parecen ser el final del mundo y, efectivamente, el mundo termina con ellos. Tópicos que funcionan aún si se sabe dosificar con cierta verdad la trepidación de la aventura, aunque luego haya bolas de cañón que no se crea ni el más crédulo de los marineros. Esto es una aceptable adaptación de video juego al cine. Y eso, también es de agradecer.
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