jueves, 9 de junio de 2022

TODO A LA VEZ EN TODAS PARTES (2022), de Daniel Kwan y Daniel Scheinert

 

Puede que, en alguna ocasión, podamos comprobar, no sin cierta sorpresa, que poseemos alguna habilidad que desconocíamos. O que, de algún modo, nos sintamos bien sin saber cómo mientras la vida se desmorona a nuestro alrededor. Al fin y al cabo, es posible que seamos la personificación de muchas realidades en universos íntimamente conectados a través de las constelaciones que el destino ha trazado. La vida, ya se sabe, es un hilo que se puede tomar en un sentido o en otro y el resultado puede ser totalmente diferente según la decisión que hayamos tomado.

Así que es posible que la solución para una situación de profunda infelicidad sea el amor. Sí, es ese sentimiento que tenemos a menudo tan olvidado y apolillado que huele a naftalina y que circunscribimos últimamente a nuestros propios deseos cuando debería ser algo que repartamos entre todos los que conocemos (y también entre todos los que no conocemos) porque es lo más valioso, es el más maravilloso instrumento de reconciliación, es el catalizador de todas las demás emociones, es el motor de la mayor parte de nuestros impulsos y es la gasolina que mueve nuestro universo. Por eso, cuando cae en el olvido, el universo, el nuestro, el que tocamos, sentimos y vemos, se para.

No cabe duda de que esta película posee buenas intenciones, pero tiene muchos elementos para que sea tomada como la obra de unos tipos que se pasaron unos cuantos pueblos con las inhalaciones psicotrópicas, cayendo en delirios inconfesables que han decidido llevar al cine por no se sabe qué razón. La yuxtaposición de los distintos universos que, además, están conectados y por los que se puede viajar siempre y cuando se haga algo sumamente excéntrico resulta confuso, mareante, bastante estúpido y, peor aún, estúpido en todos esos universos. Tan estúpido como poner un baggel como receptor de todos los miedos, o creer, no sin cierta sorna, que la recaudadora de impuestos es una especie de zombie dispuesta a comerse el cerebro mientras se grapa una pegatina en la frente.

Sin duda, Michelle Yeoh hace un trabajo esforzado y Jamie Lee Curtis sabe reírse de sí misma sobradamente en la piel de esa agente tributaria que llega a tocar el piano con los pies porque tiene manos con dedos de salchicha. Sí, sí, lean otra vez la última línea porque no miento ni un poquito. Ahora bien, la película es pura locura, con mucho sentido y poca cabeza, con escenas que llegan a sonrojar, con un punto hortera procedente directamente de Hong-Kong y con la sorpresa de encontrarse con Ke-Huy Quan (¿se acuerdan? Aquel Tapón de Indiana Jones y el templo maldito) haciendo el papel de padre de familia en todas sus diferentes versiones, desde el tímido y apocado que acepta su suerte hasta el aguerrido luchador de kung-fu que pone en jaque al enemigo o enemiga, o enemigos, o lo que sea a lo que se enfrentan porque llega un momento en que uno no sabe ni dónde está, ni qué manos tiene, ni qué es lo que se espera de él. Sólo se tiene claro que el amor lo podrá todo y que el universo más desordenado llegará a un caos controlado, a un orden tolerable y a la convicción de que hay que apreciar lo que se tiene porque, de lo contrario, más vale irse acostumbrando a la idea de la muerte lenta. Y eso es algo que ocurre todo a la vez y en todas partes. Sin excepción. Incluso en ese universo espantoso que nos ha tocado vivir a los críticos de cine que tenemos la obligación de ver películas como esta y tratar de extraer algo positivo de tan inolvidable experiencia. 

No hay comentarios: