Robert
McCall es como esa servilleta que se despliega debajo de una taza de té para
evitar que la noble madera de una mesa quede manchada por el agua tiznada. Él
recoge las gotas que caen por cualquier medio disponible y elude que nadie
hiera a quien no lo merece. Lo hace metódicamente, sin aspavientos, después de
pensarse mucho el desdoblamiento del papel salvador. Por aquellas
circunstancias de la vida, encuentra un lugar en algún paraje perdido de
Sicilia y cree que, al fin y al cabo, es lo más cerca que va a estar del
paraíso. Se lo debe a aquella que le regaló su anillo. Se lo debe a sí mismo.
Sólo un hombre bueno
puede contestar que no sabe si lo es. En su particular cruzada para favorecer
sólo a aquellos que realmente lo merecen, McCall es un pensador que siempre
tiene las cosas muy claras, que no le gustan muchas de las maldades que ve y
que pone su granito de arena, aunque sea a través de la violencia, para que el
mundo sea un lugar algo mejor. Y muchos deberíamos aprender de este héroe sin
capa, perfecto en un mundo de imperfecciones, que cree que el bien justifica
todos los medios. ¿Quién sabe? Puede que hayamos conocido en algún momento a
alguien que no se llame así, pero que se le parezca bastante.
El director Antoine
Fuqua aborda esta última entrega del personaje poniendo más acento en la
violencia para que, en todo momento, sobrevuele la impresión de que, esta vez,
puede que no todo salga tan bien. En cualquier caso, un hombre con una bala en
la espalda no puede llegar muy lejos. Sin embargo, más allá de las espléndidas
escenas de acción, de la seca brutalidad que se expone, del crudo desempeño de
una misión noble, la principal razón para ver esta película se halla en Denzel
Washington. Pocos actores pueden llegar a dominar su presencia en la escena del
modo en el que él lo hace. Sólo una mirada, un leve gesto, esa particular caída
de la comisura de sus labios y, sin duda, su amplia y sincera sonrisa ya
contienen más cine que muchas otras películas enteras con su metraje excesivo y
sus pretendidas trascendencias aventureras. Ese personaje es él y Washington es
uno de esos actores capaces de saltar de Shakespeare a la acción sin pestañear,
ofreciendo un recital en cada plano, clavando el sentido de sus ojos con el
significado implícito de su interpretación. Yo no he conocido nunca a Denzel
Washington, pero es posible que sí haya conocido a Robert McCall.
Y es que deberíamos de ser muy conscientes de que apenas hay nada que traiga a la felicidad como lo hace el hacer algo por los demás para tratar de que sean más felices. Puede que algún Robert McCall esté ahí, a tu lado, gritando los goles de tu equipo en la grada de un estadio, o tomando un té tranquilamente en una típica plaza de pueblo con adoquines y niños. Ten por seguro que, a pesar de todo, él tendrá tranquila su alma y su ánimo estará descansado, porque se ha dedicado a fabricar grandes momentos para los demás. Tal vez Denzel Washington esté pensando algo parecido cuando eche la vista atrás y repase su trabajo en el cine y en el teatro. Ha fabricado grandes momentos para los demás. Y el resto, mal que les pese a los destructores de pensamiento, a los aniquiladores de la libertad, es silencio. Me lo ha dicho un héroe igualador, al que le llegan problemas cogidos al azar en el aire y los hace suyos, porque puede hacerlo, porque sabe hacerlo y porque, para él, ser feliz consiste en confundirse entre la multitud y participar de una celebración cualquiera, agitando pañuelos o servilletas, cantando melodías tontas de campeones o de milagros, siendo un ser humano que sabe apreciar los pequeños detalles que, de vez en cuando, ofrece la vida.
2 comentarios:
Me costó un poco en la primera,separarme de Edward Woodward como protagonista.
A pesar de algunos tics de Washington, de a poco se apoderó del personaje.
No vi la tercera, y ojalá no caiga en el cliché previsible.
Yo creo que Washington hace al personaje muy suyo. Ignoro lo que consideras "cliché previsible", lo que sí es cierto es que es la última, al menos, con Washington.
Gracias.
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