martes, 12 de mayo de 2020

ABYSS (1989), de James Cameron


El frío atenaza los huesos cuando se está al borde del abismo más profundo. Allá abajo, en las profundidades, ocurren cosas inexplicables, como el afán de destrucción que siempre ha poseído al hombre, el rescate de una cabeza nuclear, o la resurrección a base de lucha y rabia. No importa demasiado porque nadie lo ve en medio de una tormenta tropical que aísla a todos y a todo. El mal de presión comienza con sus temblores y la razón se nubla en las turbias y oscuras aguas, esas mismas a las que el sol no llega. Sin embargo, también hay algo en el corazón de los hombres que, además de convertirlos en un ser de destrucción y odio, hace que sea una raza fascinante, capaz de los mayores sacrificios sólo porque es correcto hacerlo. Eso debería tener un premio. Aunque venga de más allá de las estrellas.
El agua es el verdadero enemigo porque, cuanto más nos sumergimos en busca de sus secretos, más celosamente los guarda. Los cristales se resquebrajan, al igual que las almas, y, no obstante, el agua también guarda un abrazo de ternura para quien lo merezca. El hombre no lo merece… ¿o sí? Sólo se puede hablar por sus actos y la verdad no puede ser más impresionante, ni más grande, ni más amenazadora. Tenemos que luchar juntos, sufrir juntos, morir juntos y renacer juntos. Si no, nada de lo que hagamos tendrá ningún sentido. Lo dicen los amigos del agua.
Quizá, más allá de sus recientes éxitos, cada vez más espectaculares en cuanto a forma y resultados, Abyss puede ser una de las mejores películas de James Cameron. Juega con la forma del agua y, también, la de los sentimientos del ser humano, siempre contradictorios y, a menudo, peligrosos. Maneja a todos esos seres desesperados a gran profundidad con cierta maestría porque la salvación suele ser la tarea de unos cuantos. Y eso es, precisamente, lo que nos hace aún más grandes. No hay sitio para el individualismo, ni para los egoísmos vanidosos, ni para las imposiciones por la violencia. Toda esa energía debería emplearse para remar en la misma dirección y tratar de hacer que el mundo sea un lugar mejor para vivir. Sin tensiones. Sin terribles mensajes de desesperanza, sin luchas por la supremacía. Al fin y al cabo, ya vivimos al borde de abismos impensables a los que tenemos que bajar por la propia supervivencia. Y el mensaje es claro. No debemos dejarnos arrastrar por ser más, querer más, poseer más y conquistar más. Todos vivimos bajo el mismo cielo. Todos queremos un futuro mejor para nuestros hijos. Todos estamos en el mismo planeta.

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