En los albores del
siglo XX, un hombre viaja de pueblo en pueblo vendiéndose como un profesor de
música tratando de corregir los errores de una juventud que conoce muy bien.
Pide dinero a los próceres de cada villa y crea una banda. Para ello, es
necesario ganarse la confianza de todos, especialmente de las profesoras de
música de cada ciudad porque, al fin y al cabo, lo que pretende es coger el
dinero y correr lo más deprisa que pueda. Sin embargo, una ciudad comienza a
entusiasmarse con el proyecto y él descubre que la ilusión es una recompensa
mayor que la que puede proporcionar cualquier cantidad. Y, por supuesto, en la
ilusión también se incluye la posibilidad de amar.
Harold Hill, que así se
llama el individuo, en realidad, no tiene ni idea de música. Nunca acudió a un
conservatorio, ha ido a la cárcel y sabe lo que es perder. En River City
encuentra valores que no sabía que existieran. Y esa banda acabará formándose
porque Harold no puede fallar a tantos jóvenes que han visto en la música algo
maravilloso. Mucho mejor que leer a Balzac y a Proust. Mucho mejor que las
reuniones parroquiales de los domingos. Tendrá que luchar contra la suspicacia
que, naturalmente, va a levantar. Y, en esta ocasión, la profesora de música es
otra cosa. Ella es arisca, poco hospitalaria y, desde el principio, no confía
en Harold. Eso es un reto para cualquiera que quiera embaucar a todo un pueblo.
Al fin y al cabo, él es el hombre de la música.
Vivir
de ilusión fue un musical de enorme éxito en las tablas de
Broadway y no se dudó ni por un instante en ofrecerle el papel a Robert
Preston, protagonista teatral de la obra. Su trabajo es inmenso, completo,
llegando a todos los registros porque pasa del jugador ventaja al hombre
sensible, con un corazón enorme que aún no se había descubierto. La música de
Ray Heindorf es extraordinaria; los números coreográficos de Onna White,
espectaculares; y la sensación de que se está viendo algo cercano a la maestría
es pura realidad. En especial en ese número titulado Seventy six trombones. Sentimental, nostálgica, divertida y
romántica, la película pasa con la melodía del todo, con un personaje
entrañable y completo, lleno de encanto, de estilo y de oportunidad.
Y es que es muy fácil
caer presa de la ilusión como modo de vida. El Profesor Hill, Harold Hill, es
un experto en tocar ese instrumento para que las personas deseen la llegada de
un nuevo día, lleno de sorpresas y de magia. Todo es proponérselo. Y esta
película merecería ser rescatada del lamentable baúl del olvido. No crean que
es un fraude. Es maravillosa.
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