No vale sólo con querer
cambiar las cosas, hay que acomodarse también a las reglas del juego. Bill
McKay quiere decir lo que piensa, pero a su alrededor hay toda una muchedumbre
de asesores que le dicen cuándo y cómo lo tiene que decir. El político como
marioneta, como símbolo que es pura imagen sin nada dentro. Y Bill McKay no
quiere nada de eso. Quiere preocuparse por la deforestación, por la educación,
por la distribución, por las ayudas agrícolas. Quiere que se le vea como un
candidato válido, dispuesto a luchar por la gente y con la gente. Sin embargo,
muy pronto ve cómo todo es un jugar y pisar. Si se va a un incendio, el
contrario también irá y robará plano cuanto pueda. El padre de Bill también fue
político, pero no, Bill sabe que detrás de ese rostro de venerable anciano
existe un remanso de cinismo y provecho del que no quiere formar parte. Él
estaba muy a gusto siendo el abogado de unas cuantas causas perdidas y la
oportunidad de saltar a la política es, tal vez, el medio para hacer que sean
causas ganadoras. Todo es ruido. Apenas hay tiempo para pensar. Su mujer se
entrega al hedonismo que significa ser la pareja del candidato. Y Bill va
haciendo concesión tras concesión. Sin apenas oponer resistencia, hace lo que
le dicen, aunque también dice lo que piensa. Pero en ningún sitio hay
suficiente tiempo como para decirlo. La política quema el suelo por donde pisa
y Bill no será una excepción.
En el aire, ya para
siempre, queda esa pregunta final: “¿Y
ahora qué? Ya soy senador… ¿Y ahora qué?”. Y eso, querido Bill, es el picor
de la ambición, que ya ha hecho nido en tu interior y comienza a hacer olvidar
al hombre que quisiste ser. Mientras tanto, la multitud seguirá aplaudiendo y
vitoreando al candidato más guapo, más joven y más prometedor del Senado. Pero
habrá que seguir avanzando, porque, cuando los fenómenos ocurren, hay que
explotarlos hasta el mismo hartazgo. Tranquilo, porque el próximo escalón está
muy cerca. Y la ilusión de la gente inclinará el voto porque aquel que sepa
entusiasmarles por encima de la monotonía del político actual. Bill McKay es el
futuro. Un futuro que, con toda probabilidad, será más de lo mismo.
Robert Redford se
implicó personalmente en esta película para demostrar que el poder corrompe y
que nadie está a salvo de ello. Ni siquiera el más novato que albergue las
mejores intenciones. Las sucesivas escenas en las que Bill McKay se ve inmerso,
ponen a prueba la resistencia a la vanidad y a la soberbia y ningún político la
ha pasado. No importa. Tanto los reproches como los aciertos sólo se recordarán
hasta la próxima elección. Después viene otra frontera que hay que asaltar.
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