jueves, 28 de mayo de 2020

PASSION FISH (1992), de John Sayles


El éxito, en algunas ocasiones, se corta de raíz. Puede que la televisión haya sido el pasaporte a la fama y a los sueños y un accidente de automóvil sea el billete de vuelta. Atrapada en una silla de ruedas, May Alice sólo digiere sus días con la amargura. Ya no puede andar, no puede valerse por sí misma, no puede ser mujer. El carácter ya no es el mismo y las enfermeras se suceden porque es difícil tratar a las personas que no tienen esperanza. May Alice se refugió en la casa familiar donde creció, en Louisiana, al lado de los pantanos. Allí pasa los días, al borde de un pequeño muelle, tratando de comprender lo que no tiene explicación. Lo tuvo todo y ahora ya no tiene nada. De repente, sólo las personas son capaces de cambiar la visión de una vida que ya no se desea. Una de ellas es Chantelle. También tiene que reconstruirse porque está al mismo borde de la desesperación. Y acepta ser la enfermera que cuide las salidas de tono de May Alice. La otra es Rennie. Un hombre simple en un lugar sencillo. Para él, las cosas sólo son blancas o negras y pueden ser igualmente aprovechables. De vez en cuando, trae algún pez para que May Alice coma bien. También trae su silencio y eso, en un mundo que sólo tiene compasión para la actriz, es muy valioso. El pez de la pasión es ése que nunca se atrapa, pero, tal vez, May Alice pueda tenerlo entre sus manos.
Sí, a veces, las relaciones humanas son el único asidero posible aunque la fe en la vida haya desaparecido. Unos se enriquecen con otros, aprenden, miran de nuevo, intentan comprender, tratan de vivir. El secreto está en saborear el momento. Todos esos momentos que May Alice ha dejado escapar por la rabia de estar encerrada para siempre en un cuerpo que se le antoja inútil. Y no hay nada de indigno en ello aunque ella no caiga en la cuenta.
John Sayles dirigió un buen puñado de buenas películas en los noventa y ésta es una de ellas. Sensible, emocional, pausada, lógica y concisa, cuenta con la colaboración extraordinaria de Mary McDonnell en uno de los mejores papeles de su carrera, de Alfre Woodard y del habitualmente desaprovechado David Strathairn. Juntos articulan una joya que hace que disfrutemos hacia afuera y miremos hacia adentro, preguntándonos si de verdad apreciamos lo que tenemos o nos agarramos con fuerza y sin remisión a las peores cosas que nos ocurren para justificar todos nuestros errores. Y, por supuesto, todos, sin excepción, dejamos pasar el pez de la pasión porque no sabemos lanzar el anzuelo. Y en la película, como en nuestras pobres existencias, también hay ira, trabajo, tragedia y dulzura. No es poco si queremos salir adelante.

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