miércoles, 20 de mayo de 2020

LA CLAVE DE LA CUESTIÓN (1962), de Hubert Cornfield


No cabe duda de que la profesionalidad de un psiquiatra se ve puesta a prueba cuando tiene que tratar a un paciente con tendencias psicopáticas violentas. Debe bucear en las razones del trauma y deducir de dónde parten sus experiencias que le impulsan a hacer daño a los demás. Más aún si ese paciente está en la cárcel porque se le ocurrió jugar al tres en raya con un bar, su propietario y su mujer en una escena de humillación que pone los pelos de punta. Y aún más si tenemos en cuenta de que estamos recordando lo difícil que es mantener el equilibrio cuando el paciente invita al odio extremo, al desprecio odioso y a la rabia despreciable. Puede que su infancia no fuera todo lo feliz que debía haber sido. Puede que su integración juvenil no fuera todo lo normal que debiera. El caso es que ahora está haciendo pagar a la sociedad por los errores que se han cometido con él y los que él mismo ha propiciado creyendo que la razón estaba de su parte. Es una tarea muy difícil. Y si no pregunten a ese psiquiatra de color que tiene que tratar a un tipo que tiene inclinaciones nazis.
Y la clave de la cuestión está en sentir la violencia que él siente, y el odio que él siente, y el maldito desprecio que él siente. Para él, el mundo es un lugar hostil, que pide guerras y asesinatos y que lo pone todo al alcance de la mano siempre y cuando se agarre por la fuerza. Hay que pensar mucho en las cosas que dice y, sobre todo, no dejar traslucir las emociones que saltan entre el asco y las irresistibles ganas de golpear al dichoso jovenzuelo. Y perseverar. Aunque el resultado no sea el apetecible porque siempre estará la burocracia, o el perdón mal entendido, o cualquier otra razón. El chaval es carne de horca y, de alguna manera, cuando sale por la puerta para no volver más, con la burla en su estúpida sonrisa, el psiquiatra lo sabe. Para ese chico, ya no hay marcha atrás. La cruz gamada será su religión.
No cabe duda de que La clave de la cuestión es una película interesante que, sin embargo, se halla lastrada en algunos aspectos. Uno de ellos es la interpretación, muy limitada, de Bobby Darin como ese chico desorientado y dispuesto a arrasar con todo lo que se le ponga por delante y que suene lejanamente a decente. Otro es la producción basada en la austeridad que pone en juego Stanley Kramer. Y uno más es la dirección de un tipo tan oscuro como Hubert Cornfield, al que se le debe uno de los más desafortunados títulos de la carrera de Marlon Brando como es el de La noche del día siguiente. Aún así, es absorbente el duelo que mantiene el psiquiatra, un magnífico Sidney Poitier, con el joven de gustos homicidas, con largas conversaciones repletas de tensión que ponen de manifiesto que es casi tarea imposible llegar a vislumbrar cuáles son las raíces del odio. Y ésa, odio, es la palabra clave de todo el asunto.

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