El síndrome de Tourette
es un trastorno nervioso caracterizado por movimientos repetitivos y sonidos
indeseados incontrolables. Y, no nos engañemos, eso es un inconveniente
bastante grande para un investigador privado a finales de los años cuarenta,
cuando ni siquiera se tenía conciencia de que existía tal enfermedad. A Lionel
le llaman monstruo o cosas parecidas desde que era un niño y creen que su
inteligencia está tan descolocada como sus nervios. Y ya se sabe. Es muy
peligroso fiarse de las apariencias porque Lionel es extraordinariamente
inteligente y tiene una memoria prodigiosa. Todo eso va a ser clave cuando su
jefe, un tipo que ha cuidado de él y de sus compañeros desde que eran niños en
un orfanato, muera de un disparo. Habrá que saber en qué estaba metido. La
policía está fuera de juego y parece que hay un entramado de intereses que
oculta un racismo extremo. Lionel va a tener que meter las manos en el fango. Y
mucho cuidado, porque en uno de sus movimientos inesperados, puede salpicar.
Así que Lionel, en
homenaje a quien realmente fue su padre, va a intentar destapar todo el asunto.
La corrupción política, el jazz y las palizas en los callejones se van a
entremezclar con un buen puñado de equívocos por culpa de su maldito trastorno.
Lionel lucha para controlarlo, pero Bailey, su yo interior, no hace más que
salir a la superficie. Nada va a ser espectacular, porque todo concluirá con
una promesa de una vida tranquila y con un pacto imposible, pero Lionel Essrog
tendrá que jugarse mucho el tipo. Algún negro creerá que husmea donde no debe,
unos matones le acosarán en momentos muy escogidos y el amor merodea intentando
posarse en sus nervios. Tal vez ése sea el mejor remedio para todo.
Edward Norton escribe,
dirige e interpreta de forma notable una película que, aunque peca de algún
momento de irregularidad, destaca por su elegantísima banda sonora, su
espectacular fotografía y su extraordinaria ambientación. Si a eso le sumamos
un reparto que incluye a Bruce Willis, Bobby Cannavale, Willem Dafoe y Alec
Baldwin, la película pasa la prueba sobradamente. La trama, retorcida en el
vientre más negro, es interesante y absorbente y Norton sólo se distrae más de
la cuenta con los momentos románticos, que alarga innecesariamente perdiendo el
ritmo. Aún así, Lionel Essrog, su personaje, termina por ser apasionante,
sorprendente, con regusto a asombro y con mucho estilo.
Así que es el momento
de dejarse inundar por el humo flotando en un club de jazz con el sonido de
fondo de una trompeta quejumbrosa, de aspirar el perfume de una mujer que se
antoja irrepetible y sin dobleces, de juntar las piezas de un rompecabezas que,
como bien dice el protagonista, “no hace
más que darme dolores de cabeza, especialmente a mí”, de estar atento a las
espaldas, de controlar el espasmo, de pagar una vieja deuda, de conseguir
quitarse de encima la etiqueta de monstruo y de encontrar a algunas almas en el
camino que merecen mucho la pena. Brooklyn y sus luces difuminadas parecen
mirar con más brillo que nunca en la noche eterna de una música que sólo se
intuye. Y así es como un detective privado empieza a tirar de la madeja.
2 comentarios:
Bruce Willis, Alec Baldwin... esta película está gafada.
Abrazos controlando el espasmo.
Pues estará gafada, pero es original, está bien hecha y tiene su aquél.
Abrazos con un bulto en la sobaquera.
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