Puede
que hace sesenta y cinco millones de años algún extraterrestre pisara la Tierra
y se encontrase con unos habitantes muy hostiles, con garras y colmillos muy
afilados, dispuestos a hacerse con unos buenos jirones de carne persiguiendo a
cualquier cosa que se moviera. Puede que, además, eso fuera en las vísperas de
la más absoluta de las desolaciones porque se acercaba un día que fue el final,
aunque también significó un principio. La supervivencia estaba por encima de
todo y había que sortear una vegetación salvaje y atrapante, una Naturaleza
inhóspita y un cielo que se estaba desplomando piedra a piedra.
Y es que la desolación
no sólo era exterior, sino que también formaba parte del paisaje interior de
esos seres que, por alguna razón ignota, poseían forma humana. Esa misma que
aún no había hollado sobre la ciénaga de fango y peligro que abundaba en este
planeta. Conservaban una última esperanza, pero, naturalmente, entrañaba mucho
riesgo y había que atravesar quince kilómetros de selva sinuosa, de trampas
cubiertas de hojas flotantes, de cuevas como ratoneras y de no perder nunca el
punto cardinal de tener una razón para vivir, aunque ya no quede ninguna. Puede
que caminar entre las fauces de la desolación sea una aventura que también
signifique un final y un principio.
No cabe duda de que el
trabajo en el guión de Scott Beck y Brian Woods, que ya habían dado alguna
muestra de talento en Un lugar tranquilo,
de John Krasinski, es notable porque resuelven con rasgos de originalidad
algunas situaciones sin abandonar en ningún momento la lógica. Tampoco hay que
albergar zozobras cuando se comprueba que un hombre como Sam Raimi está detrás
de la producción. Y se asienta con cierta seguridad cuando el protagonista es
un actor que destaca por su sabiduría como Adam Driver porque aquí encarna a un
héroe vulnerable, nada convencido de lo que hace porque se enfrenta a
situaciones totalmente desconocidas y va aprendiendo sobre la marcha. El
resultado es una película eficaz, entretenida, con algún que otro susto de
mérito, con un detalle que no tiene demasiado sentido y con una serie de apuros
que colocan la tensión flotando en el ambiente más salvaje.
Mención especial merece
la banda sonora compuesta por Chris Bacon y el legendario Danny Elfman que
sirve como cuerda a la que atarse con la trama. Es cierto que la presencia de
Raimi en la producción también asegura algún momento que entra de refilón en la
serie B, pero eso carece de importancia porque la película no pretende ser una
obra maestra de la ciencia ficción, sino una película de aventuras con toques
de terror entretenida, una odisea de acción y tiesura. Tal vez porque recuerda
ligeramente a After Earth, de M.
Night Shyamalan, ha cosechado críticas muy duras, pero no quiere ser una
hermana menor, sólo un amigo que guiña el ojo y conduce hacia las estrellas.
Y es que, en ocasiones, el ser humano, aunque venga de un lugar muy lejano, hace lo necesario con tal de sobrevivir aunque no comprenda demasiado el entorno en el que le ha tocado batirse. Es necesario caerse muchas veces para levantarse de nuevo y demostrar que la inteligencia es el arma más poderosa. Mucho más que un rifle de proyectiles electrónicos. Muchísimo más que unos explosivos esféricos de eficacia controlada. Sólo hay que hacer lo imposible para que el alma consiga algo de descanso. Las pérdidas siempre dejan una herida que nunca cicatriza, pero también son experiencias vitales que espolean el ánimo tratando de encontrar una nueva razón para seguir luchando, para seguir, para seguir avanzando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario