En las paredes desnudas
de una cárcel lóbrega, vacía y desoladora, se consumen las esperanzas como si
fueran pábilos de vela. Allí no hay libertades, ni derecho a pedirlas. Sólo
horas que se deslizan sinuosas por el alma y charlas interminables entre
reclusos que no pueden soñar con otro presente. Uno hubiera deseado ser una
mujer y su conducta ha sido encontrada inmoral por el régimen dictatorial
ligeramente abierto en el que vive. El otro es un preso político que se atrevió
a decir lo que nadie y pasea arriba y abajo en busca de su error y de una razón
para desear que el día siguiente llegue. La imaginación es la ventanilla de
escape y esos dos hombres, de un modo inescrutable, llegan a un entendimiento
imposible porque, en el fondo, anhelan lo que no pueden conseguir. Las palabras
se intercambian, los pensamientos toman forma, los sueños parecen tomar una
forma corpórea porque se desea que la realidad sea otra. Molina y Valentín son
seres perdidos en el universo de un espacio cerrado, muy cerrado. No ven en el
otro la posibilidad de salir de allí y, sin embargo, es posible que el deseo de
muerte sea el principio de la vida y donde termine uno de ellos, empiece el
otro. Mientras tanto, la fantasía y la realidad se entrelazarán extrañamente,
como si fuera algo natural, como si fuera la impensable mixtura de dos pócimas
que no son compatibles.
No cabe duda de que el
gran activo de esta película es el inmenso trabajo que realiza William Hurt en
la piel de Molina, el homosexual, el inadaptado, el que ha estado todo el
tiempo al margen. Y eso le da una cierta ventaja moral al prejuicio que está
arraigado en Valentín porque, en el fondo, Molina es un rebelde que ha estado
mucho más en primera línea, luchando por una libertad que, aunque ajena para
Valentín, es también un paso para todas las demás. Sólo hay que dejar que la
mujer araña se acerque para dejar un beso en el campo arado de los labios
resecos. Y los pensamientos van aflorando porque Molina, en su inmensa
desgracia de ser diferente, también tiene un rincón reservado para el tímido
optimismo porque cree que el amor existe, algo que Valentín ha olvidado en su
activismo político. Y, tal vez, haya tragedia entre los barrotes, pero también
habrá una sensación para salir con la mirada nueva.
Basada en la obra de teatro de Manuel Puig, El beso de la mujer araña fue estrenada en España con Pepe Martín y Juan Diego y, después de convertirse en un éxito, el director brasileño Héctor Babenco quiso hacer la adaptación cinematográfica respetando al máximo su origen escénico y añadiendo, tan sólo, las secuencias oníricas nacidas de la imaginación de Molina, suficientes como para sobrellevar de la mejor manera posible el encarcelamiento injusto y arbitrario de dos seres sin mañana, olvidados en una celda tenebrosa y húmeda que, de alguna manera, nos recuerda que esta misma historia de libertad encerrada podría no ser admisible en unos días como los nuestros.
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