viernes, 17 de marzo de 2023

CLIENTE MUERTO NO PAGA (1982), de Carl Reiner

 

Todo empieza como siempre. Una mujer que parece inacabable que entra en el despacho porque cree que la muerte de su padre no fue un accidente. Es la misma historia una y otra vez. Por eso, Rigby Reardon tendrá que husmear en un montón de teléfonos que hace mucho tiempo que dejaron de funcionar, y hablar con una retahíla de personajes que pueblan la imaginación de quienes tuvieron la suerte de estar con ellos en alguna ocasión. Parece mentira, pero esta es la única oficina de detectives en la que el cliente muerto, no paga. Reardon se mete en un lío que tiene muchos agujeros, igual que un queso Gruyere. Incluso tendrá que llamar a algún amigo para que le eche una mano, un tal Philip Marlowe. El ambiente se diluyó en los sueños. El humo de los cigarrillos nunca fue real. Y, sin embargo, Reardon volverá a aspirarlo porque, al fin y al cabo, es un placer volver con humor a los lugares que uno conoce. Hablar con gente que ya pateó esas calles no deja de ser un privilegio. Y esta historia, por mucho que uno quiera odiar, lo es.

Steve Martin asume los rasgos de Rigby Reardon, y Rachel Ward es la vertiginosa cliente del detective privado. En los interminables callejones, Martin se encontrará con Humphrey Bogart, con Barbara Stanwyck, con James Cagney, con Alan Ladd, ese hombre que se llama a sí mismo “El Exterminador”…. Son cheques en blanco para pagar ese trabajo tremendo, de horas y horas en la sala de montaje y en el plató que realizó Carl Reiner para rendir un homenaje con sonrisa al cine negro. Ese mismo de sombreros de ala ancha, maldades sugeridas, pistolas que encajan como un guante en la mano y bultos sospechosos bajo la americana. La turbiedad asola por todas partes y se agradece el tono, en ocasiones, demasiado grueso que imprime Reiner a una historia que asoma la cabeza por originalidad, inteligencia y amor por el cine. Es imposible dejar de ver esta película, porque en cualquier momento puede salir Vincent Price paseando figura, o Cary Grant con su mirada ambigua, o Bette Davis con sus andares que parecían pisar al mundo entero, o Ingrid, o Veronica, o Ava, o Burt, o Ray…da igual. Son rostros que se movieron por los bajos fondos del ánimo con soltura y que aparecen de nuevo, precisamente, para levantarlo. Porque, en el fondo, todos sabemos que son tiempos que no volverán, que puede que haya otra chica de curvas tan pronunciadas que den ganas de gritar y que entre en un despacho mugriento de cualquier edificio con limpiadora arrodillada en los pasillos y nos deje un encargo que capte nuestra atención. Sólo hace falta una sonrisa cínica, un vaso lleno hasta el borde y revisar las balas del tambor del revólver. El resto se hace en las calles.

No deja de ser un chiste contado con cierta clase, con un punto de locura y con un trabajo de muchas horas en la moviola y en el guión. Ya se sabe, las frases significan una cosa u otra dependiendo del contexto. Y yo ya me estoy enrollando demasiado. Tengo que dejarles. Es posible que alguna chica esté en apuros al otro lado del hilo telefónico.

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