Es tiempo de canallas.
Y, en esos días, no se podía escribir con libertad. Y si lo hacías, era más que
probable que fueras citado por el maldito Comité de Actividades Antiamericanas
para que delatases a cuantos compañeros pudieras. Para un simple trabajador de
un restaurante, con deudas de juego, es fácil prestar el nombre para recibir un
dinero sin esfuerzo y sin apenas compromiso. Sólo hay que acceder a hacer un
favor a un amigo para que pueda seguir escribiendo, luego vendrá otro, y luego,
quizá, otro más. Así, un don nadie se convierte en el mejor escritor de guiones
de Hollywood. Sólo para que la infamia no se adueñe de las líneas. Howard
Prince es ese no-escritor que tiene que mantener la apariencia de intelectual
cuando, en realidad, no sabe ni quién escribió Hamlet. Sólo para que unos cuantos valientes que están incluidos en
las listas negras puedan sobrevivir. No saben hacer otra cosa y, además, han
luchado mucho para poder firmar sus propias páginas. Sin embargo, cuando el fascismo
se mueve, se siente y actúa, la primera víctima siempre es el libre
pensamiento. Hasta un paleto como Howard Prince lo sabe.
Y, por el camino, habrá
también algún cómico que pierda las ganas de hacer reír porque ya nadie le da
trabajo. Total, en los años treinta fue a alguna reunión del Partido Comunista,
o, por ligarse a una chica, participó en una manifestación de trabajadores.
¿Qué más da? Sólo hay una ventana abierta cuando todas las puertas están
cerradas y el silencio abre un abismo que no se puede salvar cuando la gente
sólo mira y calla. Ya no valen las viejas amistades, las viejas carcajadas, los
viejos chistes. Todo se ha ensuciado y la risa aparece con una horrible mueca
de amargura. El derecho al trabajo es inalienable y en aquellos tiempos,
tiempos de canallas, ni siquiera eso era algo seguro.
Woody Allen protagoniza una película basada en un material ajeno y dirigida por Martin Ritt. Lejos de la comedia, aunque contiene momentos de humor de cierta clase, se puede sentir, con una realización suavemente triste, la desesperación de aquellos hombres que veían descubiertas sus creencias en aras de un supuesto control de ideas para los medios de comunicación de masas. La televisión y el cine lo eran en aquellos días. Y muchos de ellos se quedaron por el camino. Pero, yendo un poco más lejos, coloca la situación en la piel de un hombre normal, sin formación, sin más preocupaciones que las habituales de un ciudadano cualquiera, por mucho que le guste el juego. Al final, Howard Prince, tendrá que tomar partido sin tener en cuenta el próximo cheque y, lo que es aún más difícil, su inmerecido prestigio entre la profesión. No en vano, era supuestamente el autor de unos cuantos guiones que, en realidad, era el producto de varios cerebros trabajando como siempre lo hicieron. Y es que la libertad es tan escurridiza y manipulable como un argumento de película. En esta ocasión, el hombre deberá ser…un hombre de verdad. Y dirá lo que es necesario decir. Breve, conciso, certero y definitivo.
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