Cada uno tiene sus
manías. Y compartir un apartamento en diferentes horas para distintos
propósitos no tiene más que ventajas. No tienes por qué conocer a tus
co-inquilinos, no debes dar explicaciones a nadie de lo que haces dentro de tu
espacio y el alquiler sale notoriamente más barato. Uno es Sam, un individuo
raro que quiere el rincón para organizar cenas románticas y, ocasionalmente y
si se tercia, algo de sexo. Otra es Ellen, una chica con temperamento artístico
que quiere crear sus lienzos sin interferencias, pero que también tiene sus
necesidades sexuales. El tercero es Brian, el típico individuo sin ruta fija
que quiere un cubículo para compartir alcohol con sus colegas y ver partidos de
baloncesto. Las áreas están perfectamente delimitadas y no tiene por qué haber
interferencias de unos con otros. El problema sobreviene cuando Ellen, en un
error de bulto, hace saber a Brian que quiere sexo con él cuando, en realidad,
su objetivo es Sam. Adiós al buen rollito.
Y es que tres es una
multitud y más aún si estamos hablando de un apartamento en el Greenwich
Village. Ese sistema de dejarse notas unos a otros, alguna llamada esporádica
de teléfono y las inevitables huellas de haber estado antes, tiene muchos
inconvenientes. Y esta historia sólo podría desarrollarse en un cajón desastre
como es Nueva York. En el equívoco, sin lugar a ninguna duda, hay situaciones
divertidas, momentos de humor con cierta clase, frivolidades a granel y, sí, es
una comedia romántica con un punto más de locura. Al fin y al cabo, no deja de
ser sarcástico proponerle plan a un tipo que parece ideal al tipo menos ideal
de toda la ciudad. A ver cómo resuelves eso sin que uno se enfade y el otro se
ofenda. La convivencia salta por los aires, como suele ser habitual. Y Matthew
Broderick, en la piel de Sam, realiza una interpretación excepcional que,
además, no suele ser recordada debido a la naturaleza modesta de la película.
Y, de vez en cuando, hay que recordar cuál fue la noche que nunca tuvimos.
Sí, porque oportunidades
no faltan, miradas tampoco, y sin embargo, el miedo, que siempre es muy
moralista, se encarga de construir unas barreras recién pintadas, muy monas,
que hacen que todo sea mucho más difícil y la intención se transforme en
arrepentimiento por no haberse realizado. Puede que el destino también tenga
algo que ver y que el ruido de la vida cotidiana propicie que las oportunidades
pasen de largo. Sin embargo, esa noche, esa noche en la que sientes una
conexión especial con alguien, no debería pasar por encima de los sentimientos.
Nada es correcto. Y todo lo es. Eso sí, mientras tanto hay que dejar las cosas
bien colocadas para que los lados de la pared comprueben que todo está en
orden. El sexo, ya se sabe, está muy sobrevalorado y puede que esa noche no
tenga que existir nunca. Ni siquiera un acercamiento. Ni siquiera nada. La
noche que nunca tuvimos es esa misma que se construye como se quiere porque
pertenece a los territorios exclusivos de la imaginación.
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