Alby es un buen hombre.
Quizá ha dejado que su vida sea una mezcla imposible de caos y de sueños, pero
que levante la mano el que no la tenga así. Tiene un pequeño restaurante en
Brooklyn y su gran deseo es abrir un local de lujo en el centro de Manhattan.
Ahorra todo lo que puede y trata de no engañar a nadie, pero el dinero no le
llega. Los precios en la isla son prohibitivos y no puede siquiera rozar el
sueño. Sin embargo, se le presenta una oportunidad dentro de su comunidad judía.
Su tío, que le prestará el dinero, dice que sólo lo hará si renuncia a la mujer
con la que sale que, además, por si fuera poco, es gentil. Alby no quiere hacer
eso. Esa mujer es la pata que da algo de estabilidad a su vida y, si la pierde,
probablemente él pierda también su alma. Esa alma que guarda, en algún lugar,
el espíritu de un cocinero superior, con clase, con grandes ideas, con
verdaderas intenciones de triunfar en la gran manzana. La encrucijada está muy
clara. O para siempre en Brooklyn o el futuro espera en Manhattan.
Para calentar aún más
los platos, su tío considera que Alby es el hijo que nunca tuvo. Y su tío es
mucho tío. Es una de esas personas influyentes dentro de la comunidad judía. El
tío quiere lo mejor para Alby y lo mejor, huelga decirlo, es una mujer judía. Y
no hay más que hablar, porque esté en lo cierto o no, él tiene razón. Para
completar el círculo, el tío tiene también a una candidata para una futura
boda. Y Alby no quiere ni oír hablar de la idea. Va a ser muy duro salir de Brooklyn
con la mujer que Alby realmente quiere. Tampoco desea condenarla a una vida de
trabajo sin futuro. Quiere lo mejor. Si no lo va a tener, mejor romper la
baraja. O no. Dilema servido.
Una de las grandes
virtudes de esta película es que, a pesar de ser un argumento que tiene
claramente hacia lo dramático, está tratada en forma de comedia. Sólo de
sonrisas y complicidades, pero comedia al fin y al cabo. El personaje de Alby,
excepcionalmente interpretado por Elliott Gould, llega a ser simpático dentro
de unas tribulaciones de difícil solución. El tío, el siempre excesivo Sid
Caesar, tiene estupendos diálogos que siempre barren hacia dentro. Y la chica,
como no podía ser menos, es la bellísima Margaux Hemingway que demostró que
servía para algo más que para ser la modelo del lápiz de labios. La dirección,
sorprendentemente, es de Menahem Golan, uno de los socios de la Cannon Group
Entertainment, la fábrica de las películas de serie B de los años ochenta.
No obstante, no tiene
hechuras de serie B sino que hay un intento de hacer cine bueno. Quizá no del
todo conseguido en algunos pasajes, pero que acaba por funcionar suavemente,
sin estridencias, sin poner en situaciones incómodas al espectador. El debate
entre la ambición y la felicidad siempre es atractivo porque se puede ser
ambicioso y feliz, pero, tal vez, no se puede ser feliz y ambicioso. Alby
tendrá que cocinar su plato más complejo para resolver un dilema de ética, de
amor, de sueños y de futuro.
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