“Sé
cómo te sientes. El primer asesinato siempre es el más difícil”.
Y Frank McNally
extiende sus tentáculos por media Europa con tal de esparcir su mercancía. Su
falta de escrúpulos es casi paralizante. No repara en medios para conseguir sus
objetivos. Si debe matar, lo hace sin contemplaciones. Es escurridizo como una
anguila y nadie quiere hablar para delatarle. La Interpol le vigila, pero él
ejerce también una inquietante vigilancia. Los callejones de Roma, de Nueva
York, de Londres, de Nápoles y de Atenas no tienen secretos para él. Los
negocios son lo primero y están por encima de todo, incluso de cualquier vida.
Y está dispuesto a llegar hasta el final y despedirse. La Interpol se va a
quedar con un palmo de narices y él se alejará con una media sonrisa rellena de
cinismo y de arrogancia. Los policías pueden ser muy listos, pero él lo es más.
Y eso es todo. Va a inundar el mercado con su género de segunda. Y habrá que
emplear todos los medios posibles para cazarle.
Del otro lado, Charles
Sturgis, un veterano policía de narcóticos que está a punto de doblar la última
esquina. El dolor, para él, ha sido un acicate para no cejar en la búsqueda de
los señores de la droga y Frank McNally es una vieja presa que desea atrapar
con los dientes. Sturgis es perseverante, con una leve inclinación hacia la
violencia, pero con honradez en el estilo. Compra a quien haga falta para
conseguir cualquier información. Algo que, por otra parte, es vital si se
quiere agarrar de las solapas a un tipo como McNally. Colaborará con la policía
de todos los países implicados y tratará de hacer su trabajo como si fuera un
delincuente más de altos vuelos. Es posible que el ansia le ciegue en alguna
ocasión, pero teje una tela de araña por aquí y por allá con tal de atrapar al
jefe del tinglado. Y va a acumular mucho polvo en los zapatos.
Bajo la dirección del responsable de algunos de los posteriores títulos de la Hammer, John Gilling, no cabe la menor duda de que el mayor activo de esta película reside en ese malvado que traza Trevor Howard a la perfección. El policía interpretado por Victor Mature…bueno, ya se sabe. Cara de estreñido, demasiado físico como para pasar desapercibido y mucha ceja levantada. Anita Ekberg ya luce extraordinaria cuatro años antes de La dolce vita y algunas ideas visuales resultan llamativas para una película que está realizada en la segunda mitad de los años cincuenta. Llama la atención que en la producción esté el principal adalid de la serie Bond, Albert Broccoli y en el guión se cuenta con la garantía de John Paxton, que ya mostró de lo que era capaz en otros títulos como Encrucijada de odios o Historia de un detective. El resultado es una película en la que el hilo argumental primario es la persecución que se ejerce sobre un malvado que podría ser memorable, salpicado con sus ocasionales apariciones para subrayar hasta donde llega su villanía. De buen nivel y lastrada únicamente por los pocos recursos de un actor tan limitado como Victor Mature, acaba por ser casi más una película de aventuras que un intento de trasladar el cine negro más clásico a un entorno europeo. Se deja ver. Más que nada porque siempre es apasionante asistir a la caza de un malvado que resulta tan odioso como fascinante.
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