Moverse en la oscuridad
es siempre un ensayo para la caída. Ray Charles se convirtió en un invidente a
los siete años y, a partir de ahí, inundó de música la vida de todos los que le
podían escuchar. Sin embargo, su camino fue difícil a pesar del talento que le
acompañaba. Tenía un miedo incesante por culpa de esa oscuridad en la que creía
que estaba solo. No importaba que estuviese acompañado de personas que le
querían realmente y que deseaban lo mejor para él. Era como si sólo se moviese
en las teclas de notas sostenidas en el piano, las negras. Las blancas, para
él, no existían. Y, por supuesto, tuvo que bajar al infierno para darse cuenta
de que la oscuridad, por muy insondable que sea, no merece tanto miedo.
Su arte genial fue
inigualable. Supo tocar el piano con el alma del sur y ponerle voz desgarrada a
tantas melodías que, tal vez en otras manos, no hubieran pasado de mediocres.
Tuvo la certeza de que el camino, de alguna manera, siempre volvía a él porque
tenía magia para convertir cualquier canción en un susurro de lamento, o de
amor, o de alegría, o de ira, o de repetición. “Chicos, seguidme” y sale What
I´d say, una de las melodías más tarareadas de la historia del soul. Una de sus múltiples amantes que
también le acompañaron por ese paseo por las profundidades le propone un
ultimátum y ya tenemos Hit the road, Jack.
Se le prohíbe actuar en Georgia porque se niega a ofrecer un concierto con el
auditorio segregado y el oído se esparce en busca de Georgia on my mind. No había otro igual. Nadie supo cantar como él.
Nadie supo entender la música como él lo hacía.
Jamie Foxx realiza una
auténtica creación, actuando con todo el cuerpo, para dar vida a Ray Charles. A
su lado, el director Taylor Hackford, monta todo un universo de personalidades
que le acompañaron a lo largo de su vida, acudiendo, por supuesto, a lo más
resumido y concreto, para que todos participen del miedo que sufre un hombre
que no ve y, no obstante, está condenado a escuchar las ovaciones que le
tributa medio mundo. Si hay algo reprochable en esta película es que, teniendo
todo a favor, no consigue emocionar en ningún momento. No hay ese momento
culminante en el que se siente la especial cercanía del retratado, en este
caso, un genio que nunca dejó de tocar. Participas de sus miedos, compartes sus
éxitos, rechazas sus actitudes y mueres con sus fracasos vitales, pero no hay
carne de gallina, no hay exaltación. Sólo pies que se mueven inevitablemente al
compás de una música que nunca tuvo igual.
Y es que no es fácil seguir el camino de los genios y darse cuenta de que el empedrado no estaba hecho de rosas. Ray Charles Robinson supo lo que era el miedo desde el mismo instante en que tuvo que dejar a su madre para conseguir algo de educación. Y ni siquiera el teclado de un piano fue suficiente como para superarlo. Nunca se sabe lo que hay detrás de una cortina negra permanente, a pesar de que todos los demás sentidos de tu cuerpo te puedan hablar de forma meridiana. Los demonios de la noche deben ser espantados y Ray Charles consiguió hacerlo sólo en parte.
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