Cuando se comete un
asesinato que, a primera vista, puede parece pasional, hay más instigadores que
los tres actores principales. Por un lado está esa mujer que parece cansada de
un destino que no le ha sido favorable, que destaca por su tristeza y que debe
tragar con una cascada de malos tratos psicológicos por culpa de un marido que
no ha encontrado un remanso de paz cuando ha salido de su agotador trabajo. Por
el otro, un hombre desencantado, muerto por dentro, que no sabe cómo seguir
manteniendo el tren de gastos familiar porque el sueldo de detective del
departamento de policía es más bien exiguo. Eso le lleva a la botella, y de ahí
a la baja autoestima, y de ahí a la violencia. Por último, está ese joven que
quiere una última oportunidad. Se casó en un matrimonio de conveniencia, fue a
la guerra y permaneció a la sombra de su madre, cumpliendo sus deseos para
mitigar sus frustraciones. Y está la madre…la madre…
En demasiadas ocasiones
creemos que los hijos están para ayudarnos a superar nuestros propios fracasos.
Creemos que son extensiones de nuestra carne y de nuestra mente cuando, en
realidad, son personas totalmente diferentes, con sus pasiones, sus
contradicciones, sus verdades, sus silencios, sus propios anhelos y también sus
propias frustraciones. Y esa madre ha dirigido la vida de su hijo desde el
principio. Le indicó con quién debía casarse, a qué se debía dedicar, cómo
debía comportarse y, por supuesto, censuraba tajantemente la relación de su
hijo con una mujer casada llegando al límite del chantaje.
El accidente o
asesinato ocurre. Y nadie cree que pudo ocurrir porque se juntaron una serie de
desgraciadas circunstancias. El marido muerto. Y los amantes son acusados. Y un
abogado, un viejo amigo de la familia de la mujer, se jugará la piel para
desmontar la impoluta posición de la madre o la agresiva actitud de un fiscal
que manipula las respuestas a conveniencia exigiendo monosílabos o abundantes
explicaciones. El juez, impartiendo justicia, tratará de poner orden. Y la opinión
pública condenará sin perdón a los adúlteros porque no hay derecho que un
hombre bueno, un policía que dedica su vida a servir a la comunidad, termine
con un agujero en el pecho.
Excelente película, totalmente masacrada en el momento del estreno, que contiene una estupenda interpretación de Tony Franciosa en el papel de ese abogado que se juega todo lo que ha conseguido con tal de exculpar a la mujer y, por ende, al amante. Rita Hayworth está espléndida en su madurez aunque ligeramente inexpresiva, instalándose en la tristeza permanente. Gig Young es el amante, seguro por fuera, hecho añicos por dentro, estrellándose contra el muro de la moral. Hugh Griffith utiliza sus miradas inteligentes para dar entidad a un juez justo y determinante. Y, por supuesto, Mildred Dunnock encarna a esa madre posesiva, de apariencia frágil, pero carácter extremadamente dominante, implacable, corrupta en su propia moralidad excusada. Clifford Odets, extraordinario dramaturgo, se pone tras el guión y las cámaras y realiza un trabajo competente, sobrio, sin abundar en el sensacionalismo, con buen dominio del espacio judicial. Y es que, en el fondo, el veredicto tendrá que condenar todos los prejuicios que se han ido realizando con la información de la prensa y la sentencia de la moral. No es fácil administrar justicia. No es fácil llegar a la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario